La crisis: sospechas y teorías

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Son tantos ya los casos de mangoneo en este país que mi sentido común ha decidido independizarse de mis otros sentidos y se ha tomado un prudente distanciamiento, como un novio que pide tiempo para analizar y pensar la relación. No ha tardado mucho en regresar y aquí lo tengo, acosándome con teorías y sospechas, a la espera de que despierte -según me dice- y vuelva a ser la persona fría que era antes.

Una de sus sospechas es que los adictos al pillaje, amigos del dinero rápido, fácil y ajeno, en realidad están haciendo su trabajo. Son intermediarios y, como tales, se llevan un pequeño pellizco del «beneficio» que genera cualquier operación monetaria. Habría que calcular cuál ha sido el beneficio que los pagadores de los políticos han obtenido y a cambio de qué. Una teoría que me propone mi sentido común es que los casos de corrupción, torpes y chapuceros, a lo mejor son una distracción. Se trataría de entregar como culpables a incautos y mediocres que en realidad han robado poco dinero, en comparación con los 80.000 millones que -según los técnicos de Hacienda- están de vacaciones fiscales en los paraísos. Mientras públicamente se crucifica a cuatro pillos de poca monta, Inditex, Repsol, Telefónica y los etcéteras del Ibex 35, están a salvo de la ira de la ciudadanía, también estafada por éstos últimos con el beneplácito de aquéllos.

Otra sospecha es que, en la era global, los chorizos nacionales recogen las migajas que se escurren de las redes del Gran Hermano Financiero. La calderilla de Bárcenas, Urdangarín y la dilatada ristra de presuntos rateros, me han tenido distraída de los verdaderos culpables de mi súbita pobreza. El rescate a la banca, los chantajes de la prima de riesgo y las privatizaciones de servicios públicos son realmente lo preocupante, ya que me han robado a mí, a mis hijas, a mis nietos y a mis bisnietos. Han sido mis representantes en el parlamento quienes se han ocupado de firmar una hipoteca preferente a 100 años sobre la mismísima Constitución.

Mi sentido común me ha susurrado al oído la triste balada del liberalismo, encarnado en el FMI y en los EE.UU., hipotecando a Chile, Argentina, Bolivia, Ecuador y prácticamente a todo el continente sudamericano con el timo de la deuda externa. A mediados del siglo pasado, éramos jóvenes y mirábamos a Sudamérica como un Tercer Mundo lejano y a los EE.UU. como modernos misioneros que quitaban gobiernos diabólicos y ponían en su lugar a ejemplares militares con los que las multinacionales pactaban la compra a precio de saldo de sus riquezas naturales a cambio de riquezas materiales y personales. Hoy le ha tocado a Europa. El FMI y la banda de los mercados han corregido las coordenadas de tiro y apuntan con la deuda a Europa.

Casualidad o no, mi sentido común tiene la teoría de que los resultados electorales en Sudamérica, con el triunfo de gobiernos de izquierda (dictatoriales y populistas, según los neoliberales), han tenido que ver con el cambio de víctima. Estos gobiernos han puesto coto a los expoliadores, le han dado la vuelta a la deuda externa y han reclamado la devolución de sus riquezas malvendidas a los mercados. Los mercados han sufrido grandes pérdidas y están saneando sus cuentas de resultados a costa de Europa.

No han hecho falta golpes de estado militares: nuestros civilizados y demócratas políticos se han prestado graciosamente al juego del casino financiero a cambio de las propinas, dejando para los rateros de poca monta la calderilla de la intermediación. El gran robo lo han perpetrado con calzador, por la espalda y, encima, con el consentimiento de un pueblo entregado a creerse todo lo que vocean los medios de manipulación y los comparecientes en ruedas de prensa cada vez más bananeras y mediocres.

Alguien dijo que, para robar a gusto, lo más cómodo y efectivo era montar un banco.

Mujer y trabajadora

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Mal asunto cuando algo o alguien necesita de un recordatorio en el calendario para que la sociedad visibilice su existencia. Los días dedicados a recordar suelen coincidir con causas para borrar de la realidad y de la memoria: el día de la paz evidencia las guerras, el día del medio ambiente realza la contaminación y el día de los enamorados supone días de desamor. Hay más de 365 “días de” al año, contando los que proponen la ONU, la OMS, la UNESCO, la CEE, el Almanaque Zaragozano, los santorales religiosos, el Corte Inglés y la taberna de la esquina. El personal no da abasto entre la industria del recuerdo y el comercio onomástico.

El día de la mujer trabajadora señala una fecha femenina en el calendario reivindicativo de la historia. En marzo de 1911 se celebró por primera vez para demandar el derecho de voto, la posibilidad de ocupar cargos públicos, el derecho al trabajo, a la formación profesional y a la no discriminación laboral de las mujeres. Unos días después, 146 trabajadoras, la mayoría inmigrantes, murieron y 71 resultaron heridas en el trágico incendio en la fábrica de camisas Triangle Shirtwaist de Nueva York, suficiente duelo para que las autoridades revisaran la legislación laboral y para que el color de las telas que trabajaban se adoptara como cromatismo reivindicativo.

Los desastres suelen escribir su historia en cuadernos de debilidad, desprotección, marginación o discriminación, cuadernos femeninos en la mayoría de las ocasiones. Los cuadernos de la historia han tratado a las mujeres con poco amor, exigua solidaridad y escaso respeto. El bolígrafo social emborrona el lado femenino de las culturas, las religiones y las ideologías y anota con preciosista caligrafía los detalles que conducen a considerarlo de forma negativa; lo positivo se anota en márgenes y notas al pie de página con letra pequeña y, a veces, confusa redacción.

La sociedad posmoderna, digital y avanzada señala, un siglo después, las reivindicaciones femeninas como algo fuera de lugar en el siglo XXI, un reducto de feminismo superado, un sinsentido. Algunos motivos de reivindicación, sin embargo, siguen ahí, testarudos, como renglones torcidos de retorcida gramática insumisa a cualquier cambio de reglas. Basta ver las condiciones laborales de las costureras de Inditex en el mundo no desarrollado, las diferencias salariales en empresas españolas en función del género o, sin ir más lejos, el pluriempleo, productivo y reproductivo, asignado mayoritariamente a las mujeres posmodernas, digitales y avanzadas.

Al margen de la realidad laboral, el entramado ideológico sigue percutiendo sobre la mujer con andanadas defensoras de una convivencia desigual y discriminatoria. Con indigna frecuencia se escuchan consignas y mantras en contra de cualquier medida opuesta a la desigualdad, voces cómplices y mentalidades, fuera de tiempo y de lugar, empeñadas en mantener un sistema social favorable a la hegemonía masculina. Dan fe de ello articulistas y tertulianos de ABC, La Razón, El Mundo, Intereconomía, 13 TV, la COPE, anuncios publicitarios arraigados en mensajes olvidables, programas de televisión ricos en testosterona, políticos de todo signo o predicadores de cualquier religión, que no dan tregua a una batalla que nunca debió existir.

En 2013, todavía hay motivos para exigir una existencia ni mejor ni peor, ni favorable ni desfavorable, ni ni más dura ni más delicada, una vida simplemente igual para todas las personas, como reza el artículo 14 de la Constitución: Los españoles son iguales ante la Ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social. Bendita Constitución, catálogo de buenos propósitos cuya defensa es tan cotidiana como utópico su cumplimiento pleno.

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Arqueología ideológica:
“A la mujer dijo: Multiplicaré en gran manera los dolores en tus preñeces; con dolor darás a luz los hijos; y tu deseo será para tu marido, y él se enseñoreará de ti.” La Biblia. Génesis, Cap. III Vers. 16
“Que las mujeres se queden calladas en las iglesias, porque no es permitido hablar. Si ellas quieren ser instruidas sobre algún punto, que interroguen en casa a sus esposos.” San Pablo (apóstol cristiano, año 67 D. C.)
“Los hombres tienen autoridad sobre las mujeres en virtud de la preferencia que Alá ha dado a unos más que a otros y de los bienes que gastan. Las mujeres virtuosas son devotas y cuidan, en ausencia de sus maridos, de lo que Alá manda que cuiden. ¡Amonestad a aquéllas de quienes temáis que se rebelen, dejadlas solas en el lecho, pegadles! Si os obedecen, no os metáis más con ellas. Alá es excelso, grande.” El Corán. Sura 4:34
“Aunque la conducta del esposo sea censurable, aunque éste se dé a otros amores, la mujer debe reverenciarlo como a un Dios. Durante la infancia, una mujer virtuosa debe depender de su padre; al casarse, de su esposo; si el mismo muere, de sus hijos, y si no los tiene, de su soberano. Una mujer nunca debe gobernarse a sí misma.” Leyes de Manú. Libro Sagrado de la India.
“La mujer que se niegue al deber conyugal deberá ser tirada al río.” Constitución Nacional Sumeria. Civilización mesopotámica, siglo XX A.C.
“La mujer es de lo más corrupto y corruptible que hay en el mundo.” Confucio. Filósofo chino, siglo V A.C.

La España millonaria

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En plena crisis económica, institucional y de valores, España se está convirtiendo en un país de millonarios mientras la pobreza se asienta en las calles de la conciencia como un elemento más del paisaje. La economía se basa en un elemental principio fácilmente comprensible: la riqueza de unos se sustenta en la pobreza de otros. No hay más. Si hay diez caramelos a repartir entre diez niños, el empacho de unos será inversamente proporcional a la insatisfacción de otros. Todo lo demás son adornos verbales y economicistas para justificar los empachos y explicar las insatisfacciones. El liberalismo se cimenta en la quimera de que cualquiera puede hacerse rico y con ella teje los sueños de la ciudadanía.

Este país, capaz de convertir en ídolo cualquier amasijo de tierra y agua, ha elevado a su Olimpo a personajes dispares convertidos en millonarios. No importa si la materia prima es arcilla, barro, lodo o fango, lo importante son los millones de sus cuentas corrientes, que sean millonarios. El ídolo actual es Amancio Ortega, nada menos que el tercer hombre más rico del mundo, y levita sobre un altar de tela y ladrillo. El español medio soñará con emular a este hombre, estudiará sus pasos y descubrirá que lo más necesario para lograr ser rico es una pinza que tape la nariz, una venda que ciegue los ojos, dos tapones, uno para cada oído, y arrobas de desinfectante ético.

Los millones de Zara y Cía. son millones de horas mal pagadas, millones de kilómetros de hilo tejidos con millones de vidas anónimas que a muy poca gente importan, millones de euros a cambio de modelos pasados de moda antes de ser usados. Ortega es millonario gracias a millones de indias, chinas, brasileñas o portuguesas que sacian a diario sus necesidades con el arroz justo para aguantar una jornada de catorce horas de trabajo. El empacho de Ortega es proporcional a la insatisfacción de millones de personas del tercer mundo y millones del primer mundo que le quitan de las manos sus ropas y complementos inspirados en el hambre y en un delicado desprecio hacia la humanidad.

Hay abundantes millonarios del deporte en un país en el que la gimnasia está a punto de desaparecer de los colegios. Fernando Alonso, Gasol, Sánchez Vicario, Xabi Alonso, Nadal y todo un desfile de celebridades nos venden seguros, cerveza, juegos, cuentas corrientes, camisetas o apuestas on line mientras practican deportes que siguen millones de personas dejando millones de euros en canales de pago o en las taquillas de los estadios. Son millonarios que, como Ortega, también conocen la geografía de la economía y eluden a Hacienda como contribuyentes de Andorra, Mónaco, Suiza o cualquier otro paraíso.

España es millonaria. Cuenta con cinco millones de parados, varios millones más que viven bajo el umbral de la pobreza y millones que ganan lo justo para malvivir. España es millonaria. Cuenta también con millones de euros evadidos por empresas del IBEX, con millones de euros ilegítimos rapiñados por políticos de todas las tendencias, con millones de euros amnistiados por el gobierno y con millones de euros estafados por empresarios insatisfechos. España es millonaria. Millonaria es una élite, apenas el 3%, a costa de millones de pobres, cada vez más.

Millones de ilusiones cruzan a diario las fronteras de la esperanza o las del país buscando un yugo al que uncir su cuello simplemente para comer y certificar que lo que aparece en el espejo cuando se miran es una persona aún reconocible, un rostro familiar. Millones de promesas atestan el cajón de los incumplimientos políticos ante las lánguidas miradas de una ciudadanía que, mientras tanto, busca consuelo en los televisores contemplando -cuatro millones y medio de cerebros machacados y vidas sin futuro- cómo presuntos famosos se tiran al agua arañando unos pocos millones para sus bolsillos y propinando zarpazos a la inteligencia media del país.

Peligros de la NO participación ciudadana.

La principal lacra que aqueja a las sociedades modernas es el individualismo, esa exaltación de lo particular que acaba devorando la convivencia hasta tal punto que el propio individuo, ser social por naturaleza, acaba resintiéndose en su propia singularidad. La cultura occidental es proclive a enasalzar lo individual y anteponerlo a lo colectivo, cuando lo aconsejable sería buscar el equilibrio justo que permitiese un desarrollo social adecuado de todos los individuos. Ese equilibrio, normalmente, se busca a través de la representatividad que, se supone, expone y defiende los deseos particulares a la hora de consensuar normas que armonicen la convivencia entre unos individuos y otros.

Cuanto más numerosa es una sociedad, más complejo resulta coordinar los intereses de todas las personas que la componen. El individuo mantiene relaciones de proximidad en las estructuras familiares, vecinales y locales que componen su hábitat cotidiano, pero también forma parte de unas estructuras mayores que suelen articularse en ámbitos geográficos o administrativos más amplios donde el individualismo se diluye gradualmente en relaciones de lejanía. La comarca, la provincia, la región, la nación o el continente son fronteras administrativas que dan fuerza a un colectivo en detrimento del individualismo de sus componentes. Aún así, son necesarias e inevitables.

También las asociaciones profesionales, religiosas, de ocio o de cooperación permiten al individuo sumar sus fuerzas a las de quienes se identifican con sus necesidades de cara a conseguir objetivos más ambiciosos que los que conseguiría una persona sola. De esta realidad surgen colectivos que, basándose en la representatividad otorgada por los individuos, hacen suya la tarea de establecer las reglas de convivencia y los objetivos concretos a conseguir para todos y cada uno de los sujetos representados. De ahí provienen desde la comunidad de vecinos hasta la ONU, pasando por todas las escalas intermedias habidas y por haber.

Los españoles somos individuos en la familia y pretendemos ser individuos en el universo. A regañadientes aceptamos que algún paisano se nos parezca en algo y rugimos para expresar lo que nos diferencia en el hogar, en el barrio, en el pueblo, en la provincia o, ya lo he dicho, en el universo. Somos capaces de partirnos la cara por las diferencias y a la vez despreciar las semejanzas, elevamos lo que nos separa muy por encima de lo que nos une, sacralizamos el individualismo y demonizamos la colectividad. Y nos quejamos. Continuamente buscamos cuarenta millones de problemas para cada solución que se nos presenta.

Este individualismo ibérico de pata negra es el que hace que una asamblea de madres y padres de un colegio con mil aulumnos se vea reducida a la presencia de cuarenta o setenta personas, que una asociación vecinal de un barrio con cinco mil habitantes no tenga más de cincuenta socios activos, que la presidencia de la comunidad del bloque sea un marrón del que huimos como de la peste o que de los dos mil cofrades acudan a la misa treinta y cuatro. No soportamos el sacrificio de nuestras ideas personales en el altar comunitario y, sobre todo, no aceptamos que sea el vecino de al lado quien vea prosperar una propuesta suya.

Lo mismo sucede con la política. La ciudadanía cuenta con mil argumentos para justificar su dejadez participativa en asuntos que le interesan, arraigados por una parte en el individualismo íntimo de los españoles y, por otra, en la mala praxis ejercida por individuos que se han interesado por la política a título particular. La mayoría de estos argumentos son estereotipos acuñados con el único fin de la autojustificación, pero realmente el único argumento veraz es el del cultivo del individualismo y la ausencia de voluntad para sacrificar parte de nuestro tiempo, dedicado diariamente a ver la televisión o arreglar el mundo en la cafetería, en beneficio del bien común. Estoy segura de que una participación ciudadana masiva erradicaría la corrupción, la holgazanería y la impunidad de la que todos nos lamentamos continuamente.

Las últimas propuestas populistas, esgrimidas por Cospedal, Aguirre, Feijoo y casi todo el PP, van en la línea de anular del todo la participación ciudadana. Reducir el número de diputados o de concejales no es más que limitar estadísticamente la presencia en las instituciones de elementos ajenos a los intereses del PP y del PSOE, dos formaciones que funcionan como empresas. Suprimir el salario de los políticos supone cerrar la puerta a cualquier ciudadano cuya renta y disponibilidad horaria no le permita dedicarse a ello durante unos años. Estas dos propuestas persiguen el fin de dejar nuestros destinos en manos de opulentos tecnócratas que ya hace años que se vienen forrando con la polítca a través de sus intermediarios del PP y del PSOE.

Las cortes se llenarían de Florentinos Pérez, Amancios Ortega o Juanes Roig totalmente despegados de la realidad de la inmensa mayoría de los españoles y de sus necesidades. El BOE sería el catálogo y la tarifa de precios impuesta por ACS, Inditex o Mercadona y la legislación sería una fórmula química orientada a elevar la gráfica del Ibex 35. Sólo con la participación de millones de individuos se podría enderezar el rumbo de la nave de manera satisfactoria para la inmensa mayoría social.

Los partidos, por su parte, deberían hacer un esfuerzo generoso para eliminar los vicios y las estructuras perniciosas que los mantienen rígidos y alejados de la sociedad, permitiendo que les entre savia joven y florezcan de nuevo como espacios abiertos donde cualquier individuo pueda participar sin temor a ser podado o secado entre viejas ramas cubiertas de espinas.

¿No se debería modificar la Ley electoral? No les interesa.

¿No se deberían regular por Ley las remuneraciones de cargos públicos? No les interesa.

¿No se debería limitar la permanencia en cargos públicos a ocho o doce años? No les interesa.

¿No se debería penar más duramente la corrupción? No les interesa.

¿Se deben eliminar representantes de la ciudadanía o sus sueldos? No nos interesa.

La reforma retro de Wert.

Seis reformas, seis, (cuatro de la prestigiosa ganadería del PSOE, una de UCD y otra del PP) son las que llevan corneando nuestro sistema educativo desde que se instauró la democracia en nuestro país. Ahora, el misnistro Wert, mayoral del PP, vuelve a reunir a sus astados con la firme intención de revolcar de nuevo a la enseñanza sobre la arena del coso de las cortes. Según se puede inferir de sus actos y palabras, desde que tomó posesión del cargo, la nueva reforma que planea será una reforma cimentada en el tamaño de su taleguilla ministerial.

Por tradición, una vez más, la séptima reforma se hará de espaldas a quienes habitan y dan vida a la enseñanza, condenándola antes de nacer a su muerte y arrastre a nada que que otro mayoral de distinta ganadería política (o de la misma, que tampoco extrañaría) se empeñe en marcar con su hierro particular el lomo de la educación. No contarán con el profesorado, ni con un panel de pedagogos independientes, ni con madres y padres, ni con la universidad, asegurando desde hoy mismo el fracaso de su implantación y de sus resultados.

El Ministro Wert ya ha escuchado a quien tenía que escuchar. Sus oídos han sido regalados por la Conferencia Episcopal que le ha pedido la consolidación de la asignatura de religión como doctrinario principal en la enseñanza pública, le ha impuesto la segregación por sexos como símbolo de inmaculada educación y le ha recomendado el aumento de la ratio como óbolo de San Pedro para los colegios religiosos. Wert, buen católico, ha atendido sus peticiones a cambio de rogativas para ir al cielo cuando muera y bula para comer carne durante la cuaresma.

El Ministro Wert ya ha escuchado a quien tenía que escuchar. Sus oídos han sido susurrados por la CEOE que le ha pedido una enseñanza al servicio de las necesidades empresariales y le ha suplicado una educación mínima que distancie a la futura mano de obra del pensamiento crítico y la cultura humanista que tantos quebraderos de cabeza producen en el ámbito laboral. Wert, neoliberal convencido, dejará la filosofía, la historia y la educación artística como especies a extinguir y su propuesta de adelantar la formación profesional creará una legión de obreros especializados con poquísimo margen para interpretar otro papel en sus vidas que no sea trabajar y consumir.

El Ministro Wert ya ha escuchado a quien tenía que escuchar. Sus oídos han sido murmurados por la Banca que le ha pedido unos metros cuadrados dentro del sistema para instalar oficinas comerciales y el control temprano de la economía hipotecada de los futuros profesionales. Wert, capitalista vocacional, ha elevado las becas a la categoría de quimera para una inmensa mayoría y ha dejado el campo expedito a los préstamos financiadores. También ha elevado el precio de la enseñanza superior a cotas imposibles sin un crédito que se amortice con los salarios de los primeros años de vida profesional de quienes tengan la suerte de poder tenerla.

El Ministro Wert ya ha escuchado a quien tenía que escuchar. De nada sirven las protestas de un profesorado humillado y ninguneado, de nada los gritos doloridos de las madres y los padres, de nada los esfuerzos de un alumnado resigando que no acaba de reaccionar como debiera. Sus oídos, sordos como los golpes que propinan los decretos, no escucha a quien debiera y agita el griterío para que los oídos de la ciudadanía no escuchen lo que realmente transmiten sus palabras.

Si de él dependiera, la etapa de preescolar sería la idónea para proponer a los niños la elección de su futuro, así España se convertiría en una potencia industrial basada en el trabajo infantil a imagen y semejanza de las admiradas economías asiáticas o sudamericanas. Amancio Ortega podría dar trabajo a toda la población española sin tener que sacar su producción del país y Juan Roig se sentiría orgulloso de ser español, aunque ambos enviasen sus ganancias al paraíso.

Si por él fuera, los resultados académicos serían medidos directamente por el BBVA, el Santander, INDITEX o Mercadona, quienes determinarían las capacidades del alumnado para ser útiles o inútiles de cara al mercado. De cara a la vida, el presente y el futuro ya los hacen inútiles. Una vez en el mercado laboral, los vástagos de las clases pudientes serán felices midiendo sus capacidades, obtenidas en la privada a base de talonario, con quienes salen renqueantes y heridos de la pública.

Wert es un ministro del pasado, un ministro de 1950, que por razones desconocidas ha aparecido en el siglo XXI. La escuela, con su reforma, retrodederá cincuenta o setenta años. Y el país también.