Ave María Purísima, sin pecado concebida. Ya de entrada, tiene narices que la humanidad, excepto una única criatura envuelta en fábula y leyenda, sea producto del pecado. A partir de ahí, el delirio de unos pocos ha construido un relato mitológico que compite con cierto éxito en la olimpiada divina y humana de las cosas inexplicables, en la liga de la fe. Ni que decir tiene que la competición religiosa está adulterada por el doping que las distintas creencias reciben de los estados donde se asientan vía dinero, política y/o armas.
El marketing de los credos, como el de los detergentes o los automóviles, se basa en falsas premisas que los presentan como los que menos consumen, lavan más blanco y los únicos verdaderos. Una fe que vanidosamente se jacta de ser la única verdadera predica con ahínco la enemistad hacia las demás, hacia lo diferente. De ahí que la historia sea un rosario de guerras santas y que la muerte de millones de seres humanos haya acaecido, y sigue ocurriendo hoy, en nombre de los diferentes dioses que reinan en este mundo.
El negocio religioso, a imagen y semejanza del agrícola o el telefónico, busca el monopolio y la exportación como formas de ecuménica expansión. A diferencia de otro tipo de mercados, a ninguna confesión se le pasa por la cabeza crear una UTE, un trust o un holding, ya que las religiones tienen en el absolutismo su fin último. No les importan los resultados a corto o medio plazo, que también, porque todas cuentan, algunas con más de viente siglos de historia, con el aval de una eternidad convertida en promesa, como los vampiros.
Saben que su discurso no se sostiene, que resbala en las neuronas como el agua entre los dedos, y buscan almas que salvar incrustándose en los entresijos culturales y educativos de las sociedades que aspiran a seducir. La iglesia católica se edificó sobre costumbres ancestrales apropiándose de fenómenos naturales, supliendo siembras y cosechas con vírgenes y altares y sustituyendo cabañuelas y témporas por limosnas y oraciones.
La religión vende miedo, sufrimiento, castigo, dolor y obediencia ciega en un catálogo donde la felicidad es un artículo sospechoso y el amor un deseo castrado. Los gobiernos lo saben y, aquellos con aspiraciones también totalitarias, no dudan en concordarse con ella y ofrecerle las aulas públicas para adoctrinar a los pueblos desde la tierna infancia. Es así como iglesia y estado se benefician mutuamente de esa maldita, pero santa, alianza.
El Partido Popular, franquista heredero de ésta y de otras infamias, ha vuelto a instalar púlpitos en las aulas. La iglesia católica, esa que consiente convertir bodas, bautizos y comuniones en hipócritas orgías consumistas, está de enhorabuena. Su reino es de este mundo, sí. Un reino al margen del estado donde no paga impuestos, no declara beneficios, inmatricula propiedades y donde, hasta que cambie el gobierno, les sirven infancia y juventud en bandeja para que curas y monjas hagan con ellas lo que les plazca.
Wert, feliz y dichoso por haber condenado al infierno la razón, excelso cruzado, explica la Biblia en el BOE –24/Feb/2015– al alumnado de la escuela pública. Por su escaso aporte social, ha reducido la Filosofía para dar paso a la divina fantasía y minimizado la Historia para inculcar su economía. La religión católica se impone por decreto ley, no por convicción, en el espacio público derogando la aconfesionalidad del estado, una vez más, usando el nombre de Dios en vano.
Este gobierno ultracatólico no tiene perdón de Dios y su iglesia tampoco. Durante dos días, el Congreso ha sido un foro para pecar al por mayor contra el octavo mandamiento. Allí ha estado Fernández Díaz, cómplice de asesinatos en las costas de Ceuta, con sus pecados perdonados. Allí quienes niegan comida al hambriento, agua al sediento y techo al desahuciado. Allí se han reunido los que a diario hacen a su pueblo comulgar con ruedas de molino. Todos mienten, algunos roban, otros matan, les da igual, in nomine patris, et filii et spiritus sancti.