Respecto a ciertos programas de televisión, tengo que reconocer que me cuesta escribir sobre lo que no veo. A veces me llegan ráfagas aleatorias mientras zapeo y a veces promos incrustadas con crueldad en otros programas que me ofrecen una imagen distorsionada de lo que no suelo ver, como los espejos deformantes del Callejón del Gato que inmortalizó Valle–Inclán. Se trata de ráfagas de esperpento que más tarde son ratificadas por la aparición en prensa de noticias y artículos de opinión relacionados con esos programas de altísimas audiencias y presupuestos millonarios. Noticias que, en muchos casos, suelen ensalzar el postureo y la zafiedad del espectáculo y de quienes en él intervienen.
No voy a mencionar, no merece la pena, el nombre de ninguno de ellos para no publicitar la bajeza intelectual, ética y social de estos productos que entretienen, y a la par educan, a una parte muy numerosa y representativa de la sociedad. Los mecanismos y los códigos de estos programas son muy simples pero ostentan una elevadísima eficacia comunicativa y pedagógica: nivel cultural medio/bajo de los y las participantes, vocabulario limitado y trivial, modos arrabaleros en los fondos y las formas, carne fresca exhibida a la vista en el escaparate, estilismo cutre poligonero, mestizaje entre lo choni y lo quinqui y un penetrante tufo machista.
Este tipo de programación grosera, populista, vulgar y chabacana obtiene unas excelentes cuotas de pantalla que garantizan unos envidiados ingresos millonarios por publicidad. El llamado patrocinio (la propia Ley lo confunde con el mecenazgo) rumboso de las grandes empresas respalda este tipo de iniciativas alienantes que ayudan a vender productos e ideología en packs indivisibles. Los y las participantes suelen dar el salto al Olimpo de la fama sin otro mérito ni otra gloria que interpretar algún infame episodio, previsto y guionizado por la mercadotecnia de la productora, que pronto se viraliza inundando Facebook, Instagram, TikTok y WhatsApp.
Contrasta con esta realidad cotidiana el oxígeno ético, educativo y cultural aportado por proyectos minoritarios como Ruta Quetzal, despreciados por la industria audiovisual. Este evento que aúna cultura y aventura se ha visto obligado a bajar la nota de corte para que los candidatos varones aumenten su cuota de participación en la edición de 2023. De las 1.386 solicitudes recibidas para cubrir las 200 plazas, 26 (el 13%) hubieran sido para alumnos y 174 (el 87%) para alumnas de 4º ESO/2º FPB de haberse aplicado el baremo habitual. Se habría dado la circunstancia de que Valencia, Galicia o Cataluña no habrían tenido representación masculina. Tras revisar a la baja la nota de corte, discriminación positiva para los chicos, la representación masculina se ha incrementado hasta 63 participantes por 137 la femenina.
Estos datos llamarían al optimismo si la inteligencia fuese Marca España y denominador común de la población, pero no es el caso. Es llamativa la penuria presupuestaria y el déficit de patrocinio que concurre en iniciativas donde priman la inteligencia y la cultura sobre el abúlico disfrute del comercio sexualizado de los participantes, la exposición mediática de los mismos y su recurrente inanidad intelectual en programas de éxito en la televisión basura. Se puede considerar Ruta Quetzal como paradigma del fracaso y la condena de antemano a la hoguera de las vanidades. La sociedad prefiere mirarse en el vacío de los espejos rotos del consumo donde permanece esclavizado el público en un ejercicio de masoquismo de ellas y ellos y viceversa.