Durante la época negra de la dictadura, la bandera roja y gualda fue el símbolo del franquismo, del terror, de la sangre, de la represión. La población española, a excepción del régimen y sus elitistas satélites, identificaba la bandera con juicios sumarísimos, detenciones, torturas, muerte o prisión. Había obligación de izarla y arriarla en los colegios entre rezos y gritos adoctrinadores.
Durante la transición, la bandera de los vencedores fue símbolo de vergüenza para quienes la exhibían públicamente. A la par, contaminada por sus portadores, en su mayoría nostálgicos del régimen, era rechazada por la mayoría ciudadana que había optado por banderas más limpias, menos sangrientas, y perseguidas durante la larga pesadilla. La bandera permaneció en el armario de la indignidad hasta entrado el siglo XXI.
Fue en 2010. Fábregas pasa el balón a Iniesta, que lo empalma y lo manda a la red. El mundo grita ¡¡Goooool de Iniesta!! ¡¡España, campeona del mundo!! A partir de ese hito, la bandera fue desempolvada y se le aplicó una ortopedia deportiva con la que ha ido disimulando su notoria minusvalía histórica, su renqueo democrático. La ciudadanía, olvidada la perspectiva de la historia, instaló la bandera en su indumentaria cotidiana.
Apenas dos semanas antes del celebrado gol, el Tribunal Constitucional se pronunciaba sobre el recurso interpuesto por el Partido Popular al Estatut de Catalunya. Fue la culminación de la estrategia españolizante de la derecha para reivindicar la patria como la “unidad de destino en lo universal” falangista, el fascismo patrio. La estrategia del PP y de Ciudadanos ha consistido y consiste en agitar la bandera. Resultado: fabricar independentistas radicalizados a escala industrial donde apenas había un 10 ó 15%.
Antes lo hicieron con Euskadi y más tarde con el País Valenciá. Al grito de “España es una y no cincuenta y una” voceaban los padres y los hijos de la dictadura su rechazo a la democracia. Hoy, se suman a esta ideología facciosa los nietos radicalizados de las élites franquistas, los nostálgicos de la dictadura, y los cerebros de encefalograma rojigualdo se multiplican como un acechante virus devastador.
La bandera roja y amarilla vuelve a lucir las mismas manchas denigrantes de sangre y oro que tuvo durante tantas décadas: sangre de disidentes y oro para las élites. Como siempre ha sido, como debe ser, como dios manda. Las sucias manos, las zarpas de la ultraderecha y las garras de la extrema derecha, unidas en sus objetivos no democráticos, marranean todo lo que tocan y la bandera la están manoseando con fruición.
Es así como están consiguiendo que la enseña de todos los españoles, y de todas las españolas, vuelva a ser el siniestro y sucio trapo que fue hasta que lo indultó Iniesta. Ver a esas élites clasistas sobando la bandera, como un cura bigardo a un monaguillo, es repugnante. La bandera rojigualda comienza a desprender el acre olor a alcanfor, a polilla, a sangre inocente, a fosa común y a cuneta de siempre, con águila o con corona.