Casa Manolo: Lawfare

El coche patrulla y la furgoneta aparcaron sus luces destellando como un luminoso acento circunflejo delante de Casa Manolo. La furgoneta escupió cuatro maderos de la UIP con el casco calado, escudo, antibalas y la defensa en la mano; del coche bajaron tres polis normales que, seguidos de uno de la UIP, irrumpieron en el bar, los demás se apostaron alertas en la acera flanqueando la puerta. El local estaba petado la noche que inauguraban la exposición de obras pertenecientes a miembros de un colectivo de jóvenes de la ciudad.

El reloj de “cu–cu” traído del exilio suizo rompió el súbito silencio provocado por la policía al ordenar un desalojo tranquilo y ordenado, eran las diez y cuarto. En la puerta, quienes salían eran cacheados y recibían una orden, ¡¡circulen!!, subrayada con las porras apuntando a los extremos de la calle. En diez minutos, sólo quedaron el camarero Miguel y Manolo, el dueño del local. En las paredes, plumillas, acuarelas, collages y fotografías. En la barra, los carnés de identidad de Miguel y de su suegro. En la calle, cuatro identificados por posesión de veinte gramos de marihuana, nueve de hachís y cuatro pastillas de DMDA.

La vida en el exilio y su edad dotaron a Manolo de una flema que su yerno no tenía, por lo que asumió el mando de la situación. “Usted dirá —dijo sonriente al policía”. Éste exhibió la orden de registro emitida por un juez. Hacía dos meses, denunciaron que allí se trapicheaba con hachís, marihuana y coca. El dispositivo montado sólo corroboró la presencia de un camello una tarde, pero la orden de arriba era clara: registrar esa noche, a esa hora.

El registro terminó casi a las dos de la madrugada sin novedad, “¡Todo en orden! Nos vamos —anunció el suboficial a su tropa”. Ni disculpas ni gracias, ni adiós siquiera. Cuando la furgoneta y la patrullera apagaron las luces y se fueron, había gente en las ventanas y en los portales. Y móviles grabando todo el rato sin reproche policial. La noticia corrió como la pólvora. “¿Quién lo iba a decir? —se comentaba en la farmacia”. “Al pobre Manolo le ha buscado un marrón su yerno el perroflauta —se apiadaban en la peluquería”.

Facebook y WhatsApp hicieron virales los vídeos y las noticias sobre “la redada en el bar de los rojos” publicadas por Okdiario, The Objective y Estado de alarma. «La policía identificó a cuatro personas a las que se les incautaron distintas cantidades de sustancias estupefacientes», acababa una supuesta nota de prensa facilitada por fuentes oficiales. En las cuatro semanas siguientes, la caja no dio para pagar la luz. “Hay que ser muy hijo de puta para presentar una denuncia así —opinó la seis doble”. “Pues no te digo lo que hay que ser para firmar la orden —respondió la seis tres”. “Inda y Negre son sicarios de la desinformación —afirmó la tres blanca”. “¿A quién beneficia esto? —preguntó un mirón con bigote”. “Al PP, sin duda —gruñó entre dientes Manolo poniendo la blanca seis”.

Ante la mirada inquisitiva de los presentes, Antonio ilustró. Todo lo relacionó con la actividad política de Miguel, candidato a concejal por Podemos y ahora en la lista provincial de Sumar, siempre en puestos de salida imposible. No importaba: habían socavado la imagen de la izquierda y de su candidata, fundamental para una mayoría progresista. “¿No es algo conspiranoico? —desconfió el mirón del pacharán”. “La denuncia la presentó Vicente, el catequista, el comisario es de Vox y el juez es padre de una concejala del PP. Tú mismo —acabó Antonio su alegato cerrando a cuatros”. Todas las cabezas asintieron.

Entraron veinte jóvenes que juntaron varias mesas. “La vida sigue —exclamó Manolo barajando las fichas— ¡Miguel, llena…! ¡Cuando puedas! —gritó a su yerno guiñando”.

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