Casa Manolo: Memorias de la Historia

Migue abandonó la carrera de Historia cuando murió su padre en accidente de tráfico. Tuvo que ponerse a trabajar para ayudar a su madre y a sus hermanas de 12 y 16 años. Un palo. Probó de reponedor en Alcampo, de gasolinero y de peón de albañil, pero de todos los trabajos lo echaron en cuanto preguntó por las horas extras y otras cuestiones relacionadas con la legalidad vigente. Su novia le aconsejaba callar, que no se señalara; su suegro Manolo, en cambio, lo apoyó cada vez que fue despedido. Fue precisamente ahí donde encontró solución a sus problemas, ayudando al suegro en el bar los fines de semana y las fiestas y quedándose al mando de Casa Manolo cuando el dueño se jubiló, situación que no varió cuando ella lo dejó y se fue con otro.

Migue y Manolo compartían ideología, de izquierdas. Antonio, el maquis Enrique, opinaba que era un caso único que respaldaba el dicho de que su amigo había encontrado un hijo en el yerno. Esa comunión permitió a Migue participar en política a nivel local y formar parte de una lista electoral local junto a gentes de Podemos, de IU y de colectivos progres de la ciudad. La taberna se convirtió por un tiempo en un cenáculo del rojerío y en una diana para el facherío. Hubo episodios clásicos de pintadas en la fachada, huevos y pintura en la persiana, silicona en la cerradura y hasta un aviso de bomba del que quedó registrado el número del móvil desde el que se hizo la llamada. Hubo denuncias a la Policía y la Guardia Civil y hubo dejadez en su tramitación y connivencia judicial en su resolución.

Hubo varios registros en la taberna motivados por “soplos» de que se traficaba con drogas o de que había armas, nunca se encontró nada ilegal, ni una vulgar navaja o una china, pero el daño reputacional estaba hecho. También hubo varias inspecciones exhaustivas de Sanidad y un par de ellas de Hacienda que tampoco hallaron nada punible, pero dieron pie a todo tipo de bulos que circularon durante un tiempo sin mucho éxito. Casa Manolo se sostenía como negocio gracias a una clientela fiel que se mantuvo firme, a prueba de presiones y extorsiones, y salió en defensa de Manolo y de Migue, llegando al extremo de crear una caja de resistencia popular para hacer frente a varias defensas en los tribunales.

Migue intentó tomar la iniciativa y pasar al ataque denunciando a los responsables de las acciones sufridas. Manolo le recordó, señalando el reloj de “cu–cu” que daba las horas y los cuartos con precisión suiza en el bar, que él había tenido que huir de España por tener en su casa una imprenta vietnamita. El yerno, conocedor del episodio, argumentó con poco convencimiento que eso había ocurrido “en otros tiempos, diferentes a los de ahora”. El suegro respondió que los agresores “son de la misma calaña”. Antonio, evocando su paso por el maquis, fue más allá al señalar que los jueces y los cuerpos de seguridad del estado eran los auténticos responsables de que esa gentuza campara a sus anchas: “ni la justicia es igual para todos, ni la democracia ha llegado a todas las instituciones”.

El día que entraron tres encapuchados armados con bates de beisbol y destrozaron el bar a una hora en la que sólo estaba Migue, que pudo huir a tiempo, la policía tardó dos horas en personarse aduciendo que había muchas llamadas falsas. El día que un cóctel molotov provocó un incendio en la barra y la cocina, Manolo arriesgó su integridad física para salvar el reloj que había traído a su vuelta del exilio en Suiza. Preguntado al respecto por una guardia civil, respondió que “lo más importante en estos tiempos de vuelta del fascismo es salvar a toda costa la memoria”. El reloj era eso, un testigo de una memoria que hay que preservar a toda costa para evitar repetir la historia.

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