Realidad y deseo. Deseo y realidad.

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Los ojos se resisten a mirar el espejo, a interpretar la imagen reflejada en él como trasunto de una realidad que a nadie agrada, que a nadie convence. En la superficie pulida no vislumbran las causas de esas arrugas faciales, de esa pelambre salpicada de grises prematuros, de ese rictus mohíno, de ese estado de ánimo arrastrado que, día a día, los apagan antes de ver el sol. Los ojos contemplan la imagen de la derrota en una ciudadana cualquiera cuya vida se extingue como una hoja otoñal.

Los ojos buscan el refugio de otros cristales que muestran la otra realidad, la socialmente aceptada como única e inevitable contra la que no cabe pelear. La pantalla sacude las legañas con fogonazos de felicidad publicitaria y sacude las consciencias con imágenes de los culpables del deterioro físico y mental que el espejo reflejaba. Ahí se ven todos y todas, mostrados al mundo en la plenitud de la indecencia, en el cenit de la arrogancia, en la cúspide de la inmoralidad.

De una tacada, como fichas de dominó derribadas en hilera las unas por las otras, aparecen (un día cualquiera) el Tribunal Supremo, Cospedal, Torra, Otegui, Casado, Rivera, Susana, Chaves, Griñán, la banca, la empresa, la Iglesia, Franco, Trump, Bolsonaro, Salvini y muchos, muchísimas, más. El café sabe a cicuta, la tostada a hiel y el primer cigarro de la mañana se antoja la mecha nunca prendida para mandarlo todo a la mierda, para dinamitar esa cruel realidad.

Cuando la luz solar lo inunda todo, sobreviene el pasmo que induce a la ciudadanía a repetir sinsabores y frustraciones otra jornada más. La calle se llena de lánguidos ojos que deambulan rutinarios persiguiendo los asideros laborales donde se aferran las almas para creer que son libres y dueñas de sus destinos en esa realidad impuesta y falaz. Como cizaña espontánea, surge la idea de que no es quien más trabaja quien más gana, sino todo lo contrario. Y ahí se hunde la personalidad.

Barajadas expertamente las noticias, mezcladas entre ellas, la sensación de que todo está relacionado evoca la dura imagen del espejo. Corrupción, oligarquía, injusticia, populismo, mentira, manipulación, violencia estructural… todo ello se refleja en el rostro marchito, grisáceo y arrugado que mira a los ojos desde el espejo. De nada vale identificar las causas de una realidad decrépita que se exhibe ufana e impune como la única posible en esta decadencia social.

Repetir mil veces una mentira para convertirla en verdad, maquillar los hechos con brochazos de inocencia o tergiversar lo real para presentarlo como aceptable son las dosis más habituales que inyectan los medios a sus audiencias yonquis sin esperanza de futuro. En este debate sobre realidades y deseos surgen las dudas, los miedos, los enojos y las decepciones. En ese debate todo está perdido: no hay debate, sino subasta pública de interesadas consignas.

Tal vez, en un momento de lucidez, alguien piense que lo más acertado sea romper el espejo en miles de átomos. Tal vez haya quien proponga sacarse los ojos como alternativa. Tal vez alguna persona crea que cerrando los ojos se diluyen las realidades. Tal vez haya quien mirar no quiera, pero es un deber. Tal vez, si todos los ojos mirasen a la realidad como se mira al espejo, otros gallos cantarían en esas madrugadas temibles y eternas. Tal vez.

La Mafia de la Banca

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Actúan con insultante impunidad, la que les otorga saberse intocables porque sus sicarios controlan los entresijos de los poderes legislativos, ejecutivos y judiciales de los estados. Los bancos son una lacra, una mafia con códigos propios: los penales, los mercantiles, los administrativos y los de silencio, redactados a su medida por políticos y juristas los primeros y el último por plumillas, todos a su servicio. Los crímenes de la mafia siempre quedan impunes, la banca siempre gana.

Tiene la desfachatez esta mafia de ufanarse públicamente de sus robos, de sus crímenes, arropada por los poderes públicos de los estados, colaboradores necesarios en sus delitos flagrantes. Todas las crisis, todas las estafas globales, tienen su origen en el tráfico de dinero urdido por los bancos. La última, la reciente, fue producto de la caída de Lehman Brothers que arrastró en su caída a todo el pútrido sistema bancario mundial, a todas las mafias.

Los estados, sus secuaces, acuden a socorrer a sus padrinos cada vez que éstos son golpeados por su propia naturaleza avara. Los estados, sus esbirros, se encargan de rescatarlos con el dinero, los derechos y las propiedades de sus víctimas a la vez que tratan de convencer a la ciudadanía de haber sido ella quien ha cometido el delito viviendo por encima de sus posibilidades. La mafia bancaria controla y dirige las actuaciones de las mafias políticas y judiciales siempre, insisto, en beneficio propio.

Lo del Tribunal Supremo con los gastos de registro de las hipotecas (obligar a la víctima a pagar la bala con la que es fusilada) ha sido la última y más grave evidencia de que la mafia de la banca es intocable. Al gran capo, el Ibex 35, le ha bastado meter una cabeza de caballo, en forma de números rojos, bajo las sábanas togadas para que se desate la ignominia de la revisión de su propia sentencia en veinticuatro horas. Tras el vergonzoso anuncio de sus señorías, los números azules en la bolsa anunciaban que todo está controlado, atado y bien atado.

La mafia de la banca roba a diario. Lo atestiguan los millones de comisiones, extorsiones en realidad, que cobra a quienes menos dinero tienen: comisiones por tarjetas, comisiones por apuntes, comisiones por cobros, comisiones por pagos, comisiones por tener cuenta, comisiones por la cara. La insaciable mafia de la banca roba para que sus capos vivan a cuerpo de rey y quede para sobornar a sus sicarios políticos, judiciales y mediáticos.

La mafia de la banca roba a manos llenas con preferentes y productos complejos con los que timan a sus clientes más vulnerables. De vez en cuando, el alijo debe reparar a sus víctimas cuando el delito ha sido tan descarado que ni a los jueces ni a los políticos a su servicio les queda otra que hacerla rectificar. La mafia se reinventa y pone en funcionamiento otros mecanismos de estafa que la resarzan de las pérdidas y aumenten las ganancias.

La mafia de la banca roba implacablemente concediendo a sabiendas hipotecas incobrables. La mafia de la banca no pierde el dinero y se queda con la vivienda que después vende a fondos buitres de sus sicarios o de sus hijos. La mafia de la banca blanquea con el ladrillo, en paraísos fiscales, el inconfesable dinero negro procedente de drogas, prostitución o venta de armas. La mafia de la banca es así, insaciable, avara, implacable, codiciosa, impune, descarada, intocable. Se le permite.

Sus aforadas señorías

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El mayor beneficio que depara la política no es el poder, ni la riqueza, sino esa castiza distinción de aforado que blinda a la cuadrilla de indeseables que medran en ella. Como muestras vergonzantes, el artículo 56.3 del cómic constitucional dice que “la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad” y el artículo 56.2 de la Ley Orgánica del Poder Judicial traslada al politizado Tribunal Supremo los desmanes de sus señorías. Como dijo el historiador romano Tácito, “muchas son las leyes en un estado corrompido” y, añado, poca la justicia.

Las conductas asociales de los próceres hispanos se producen al margen de la ética, el derecho y el pudor, a la sombra del sentimiento de impunidad que consideran natural como los césares romanos o la feudal nobleza. Este proceder no sólo contamina la necesaria Política, sino también la imprescindible Justicia de un estado democrático y de derecho. El pueblo recela y se indigna con razón cuando sus bocas farfullan que la justicia es igual para todos.

La legalidad alcanza histriónicas cotas de desprecio con la cadera senil de Juan Carlos Campechano I (“Lo siento mucho. Me he equivocado. No volverá a ocurrir”) o la tocata y fuga del carril bus de la condesa Aguirre. Pecados menores ésos, pero sintomáticos, en un país condenado al descrédito por Gürtel, Nóos, los EREs y cientos de rapiñas practicadas cotidianamente a imagen y semejanza de los Grandes de España. Es así en este estado cleptómano y sin derecho.

También concurren profesionales del despojo ajeno, de íntimos vínculos con esta casta de intocables, para quienes, no cubiertos por aforamiento, se expiden indultos y amnistías cuando no premios. La CEOE ha sido premiada con una reforma laboral a su antojo, la banca con un rescate público como es habitual desde el siglo XVIII y empresarios y banqueros disfrutan amnistías fiscales e indultos, sangrantes e inmerecidas gracias concedidas por indignos gobernantes.

Entienden los rufianes que es la inmunidad virtud inherente al escaño, coraza para la impudicia, condón judicial, licencia para delinquir. Al oprobio conductual, añaden verbal insolencia para encubrir afrentas, edulcorar decretos y amañar opiniones. El aforamiento es figura dolosa, lesiva y por ello injusta en una democracia, flagrante anacronismo que sitúa el estado español en el horizonte de imperios divinizados y monarquías absolutistas.

Cuando desde la opacidad consagrada se habla de transparencia, las bocas ejercitan la hipocresía y tratan de blanquear sepulcros con palabras estériles que los hechos desmienten. Nada más patético que un corrupto dando vuelta al calcetín de la prevaricación y el cohecho pensando que los agujeros sólo se aprecian por uno de sus lados. Nada más triste que un político jugando con el abecedario para poner nombre a sus ingresos. Nada más doloroso que ver al pueblo respaldando a este peligroso enjambre con votos y aplausos.

Se discute el número de aforados (¿10.000?), se debate quién lo puede ser, se deliberan los casos, se polemiza su aplicación y el pueblo brama, sólo el pueblo, por su eliminación. Ellos, los políticos profesionales, los del negocio público, los saqueadores, los benefactores y beneficiados del privado lucro, los aforados, sólo ofrecen sus tímpanos a lo que la oquedad de su conciencia les dicta. Ellos saben lo que se hacen, lo que trajinan, lo que maquinan, lo que enredan, y no renuncian a nada. A lo más que llegan es a condenar al ostracismo a jueces insumisos.