La sangre es el fluido vital que da sentido a la microhistoria de cada persona. Sin sangre no hay vida y sin vida no hay historia. Por eso, porque las personas necesitan proyectarse en una historia, se les recuerda con frecuencia que existe la sangre y que, de perderla, se acabó su historia. La gente parece feliz viendo cómo se pone fin a historias ajenas, cómo corre la sangre de otros, cómo la muerte no les afecta otorgándole un día más a sus propias historias.
Mediante ritos, las sociedades se dotan de creencias diseñadas para canalizar las angustias personales ante la muerte, ante la pérdida de la sangre propia, ante el fin de la historia. El rito, por repetición, se hace costumbre y, si la sangre forma parte de él, la sociedad lo contempla desde el pliegue freudiano donde ayuntan el eros y el tánatos, la vida y la muerte, la historia y el olvido. El resultado es una sociedad que parece disfrutar viendo correr la sangre, la de otro.
España necesita un amplio diván para acoger a los lanceros de Tordesillas, a los parricidas, a los femenicidas, a los banqueros y a quienes recortan la sanidad y las expectativas. Tras la sesión de quienes fomentan la sangre como paisaje diario, el diván debiera acoger a quienes los apoyan, aplauden y justifican, millones de españoles que sienten su sangre limpia y a salvo de sangrías. La costumbre, la rutina, es una máscara muy común no percibida como tal.
Una sociedad capaz de almorzar y cenar mientras en la tele decapitan periodistas, bombardean Palestina o mata el ébola, no está en su sano juicio. A eso lleva la sangre convertida en hábito, admitida como un elemento más de lo cotidiano, a separarla del plato y seguir comiendo como no se haría con una mosca. Ahí está la sangre, aprovechada por los hombres y mujeres de estado al igual que otros fluidos corporales como el sudor y las lágrimas.
Cada vez que un prócer de la patria alude a la sangre, el sudor y las lágrimas para arengar a la ciudadanía, lo hace pensando en los humores del pueblo. Churchill se apropió de un verso de Lord Byron para hacer historia a costa de sus compatriotas sacrificados en el frente o en retaguardia (“Blood, sweat, and tear-wrung millions, –why? for rent!”) y posó uniformado. Cada vez que un jefe de estado viste uniforme militar, su pueblo es condenado a sangre, sudor y lágrimas.
La historia de la humanidad es una sucesión de muertes escrita con sangre anónima, emborronada por los vencedores, sobre las lápidas de los vencidos. Los vencidos son los pueblos que se lanzan al ritual de la sangre en que han sido educados, instruidos, adoctrinados, por los mismos poderes siempre: unos ponen las armas, otros el conflicto y ambos hacen cuentas con cadáveres y excedentes de sangre, sudor y lágrimas para que el negocio no decaiga.
Las mujeres mueren a manos de enfermos machistas sin cojones para respetar. Los desahucios suicidan a personas con soga financiera y política complicidad. Las personas no rentables agonizan y mueren ante las puertas cerradas de una sanidad lucrativa. Las religiones continúan, ésta debe ser la 73ª ó 79ª, con las cruzadas en nombre del Becerro de oro, negro desde hace un siglo. Y parte de la sociedad repite el mantra de la tradición para justificar el Toro de la Vega o se queja de las formas en que se decapita a un periodista, tal vez considerando –como el Partido Popular– más humano, más amigo, menos criminal, el cañonazo que mató a José Couso.