El departamento de I+D+i de la Secretaría de Estado de Cultura trabaja en un proyecto para el “desarrollo del sistema de pictogramas o imágenes identificativas que acompañen a las obras audiovisuales y que permitan al público identificar a priori contenidos específicos de las obras audiovisuales”. Cabe suponer que el gobierno, despreciando la capacidad intelectual de la ciudadanía, se erige, una vez más, en intérprete de lo que le conviene y de lo que no.
La no intervención del estado en el desarrollo de las actividades económicas privadas es el cimiento de lo que se conoce como libre mercado, al parecer el único segmento social que disfruta de plena libertad, el único en cuyas capacidades confían ciegamente los gobiernos. Al segmento humano, a las personas, se las protege con ensalmos como la autorregulación o los códigos éticos de las empresas, tal es la confianza que se tiene en la bondad del sistema, y a partir de ahí se legisla y se vigila.
La autorregulación y los códigos éticos se traducen en descarados pactos para unificar los precios de la energía o la telefonía, en la introducción de cláusulas abusivas en contratos bancarios o en las garantías de los productos de consumo y en el abuso publicitario o la ausencia de respeto en la programación televisiva. El Estado cuenta con costosos organismos especializados, para combatir el juego sucio del mercado, que se limitan a cubrir el expediente y guardar las apariencias.
La intención de “advertir la naturaleza de aquellos contenidos audiovisuales que pudieren resultar no recomendables para la infancia” choca frontalmente con los usos de una sociedad que hace tiempo dejó de ver la tele en familia y utiliza las pantallas como cuidadoras y educadoras preferentes de la población infantil. Es extraño encontrar un hogar que disponga de una sola pantalla y habitual una tele como parte del mobiliario infantil.
La televisión actual es un mercadillo que desconoce el decoro y es difícil encontrar en las parrillas productos inocuos para la salud del espectador. La zafiedad, la grosería, la chabacanería y la vulgaridad copan el grueso de las programaciones junto a la violencia, el sexo, la casquería o la política. Al gobierno le traería más cuenta que los fabricantes de televisiones grabasen los dos rombos directamente en la esquina superior derecha del plasma.
Todo hace pensar que la intención del Ministerio de Cultura es redondear la faena de adoctrinar y españolizar al país recurriendo a dos inútiles rombos que, como la mayoría de las reformas de este gobierno, sirven para enmarcar la vida cotidiana en un decorado ideológico de mediados del siglo pasado. Tras la conversión de la RTVE en un NODO a color, con censura, manipulación y en pantalla de plasma, los rombos son un detalle ornamental secundario que aún conserva un público y un electorado propios.
Habrá que prestar atención para ver si los rombos aparecerán en los telediarios cuando hablen de corrupción, de privatización sanitaria, de desahucios o de trabajadores sin derechos y casi sin salarios. Son algunos contenidos, con ciertas dosis de violencia estructural y de prostitución social, que hieren la sensibilidad infantil y la adulta también. En el resto de la parrilla también hay violencia, sexo, sangre y, por encima de todo, mal gusto.