Lo «popular» no es esto

nombres

Elegir el nombre para una hija supone un desgaste en el ámbito político-familiar a veces –otras no pasa de mero trámite administrativo– porque, alrededor de un bebé, se invocan intereses mundanos y se citan los estrategas de la discordia. Hay nombres, con más o menos sílabas e intenciones, que son encubiertas declaraciones de guerra, derrotas para el nombrado. Otros son victorias de publicitarios criterios televisivos. Y otros, los más, sirven para personalizar individuos, a fin de cuentas su sentido práctico. La carga genealógica va en los apellidos.

Elegir nombre y apellido para un partido político es una compleja tarea en la que matrimonian intereses y discordias, filias y fobias, deseos y realidades, dinero y publicidad, ventas y victorias, derrotas y compras. El primer partido de la oposición optó, en 1977, por desempolvar las siglas del abuelo, enviarlas al tinte y lucirlas con poderío electoral. El partido del gobierno optó por desempolvar al abuelo, hacerle un lifting y embutirlo en el estrecho traje de dos palabras. Ambos partidos han perdido hoy el atuendo y muestran sus cuerpos desnudos.

El PSOE marchitó la “S” nada menos que en su congreso de Suresnes y nada más alcanzar el gobierno agrietó la “O”, quedando con cierto porte exclusivamente la “P” y la “E”, ésta última difuminando su origen entre “E”uropa y el “E”xtravío. Es difícil reconocer la pana y las camisas a cuadros en el aparato del partido, socialistas de Visa, Poltrona y Sastre particulares. Llevan años viviendo del cómodo péndulo bipartidista. Algunos descamisados quedan, reducidos a comparsa que no se rebela.

El otro partido, el Popular, una rama del árbol que aplastó con bota militar al Frente Popular, se topó con la necesidad de un nombre para su inédita andadura democrática. Había que buscar un nombre que disimulara su enraizado abolengo ideológico y, desde primera hora, eligieron un nombre acorde con los nuevos tiempos. Primero, Alianza Popular y, más adelante, Partido Popular, siempre el pueblo en la fachada cubriendo sus viejos cimientos temidos por la ciudadanía.

Les costó, hubieron de esperar a que el péndulo les tocase, pero llegaron al poder otorgado por un pueblo asqueado ya por entonces de corrupción, manipulación y traición. Aznar, al reclamar una “derecha sin complejos”, cortó las costuras del traje “popular” y asomaron por ellas arrugas y vello de un cuerpo viejo y un rancio pensamiento conocidos y temidos. Habían avisado, aunque la duda les hizo zurcir de nuevo la prenda para evitar un temprano rechazo popular.

Desoyeron, manipularon y mintieron al pueblo y el péndulo volvió a los otros. También éstos desoyeron, manipularon y mintieron y el péndulo volvió a ellos. Ahora, el mediocre Rajoy ha empuñado las tijeras para recortar la vida de más de tres generaciones y descoser del todo el estrecho e incómodo traje “popular”. La crisis mundial ha apartado a los gobiernos del pueblo y dejado claro para quién se gobierna aquí, en Berlín o en Washington. Ningún gobierno responde adecuadamente al nombre “popular”.

En España, amén de la crisis, el actual gobierno se ha distanciado del pueblo mediante actuaciones impopulares que responden a lo que se pensaba mote y ya es apellido principal: Partido Franquista. Revueltos con la crisis, los edictos de Wert, las suras de Gallardón, los martirios de Fernández Díaz o las penitencias de Ana Mato han distanciado más si cabe al Popular del Pueblo. Envuelto de nuevo en la corrupción, la mentira y la manipulación el péndulo volverá a los otros si alguien, el Pueblo, no lo remedia de una vez.

Hay que gritar al gobierno que lo “popular” no era esto, que lo popular es el Pueblo. A ver si lo oyen los otros. Ambos deberían cambiar de nombre, de cuerpos y de ideas porque sus siglas, sus caras y sus actos no los identifican.

Res Pública. Cosa pública. República.

III-republica

El título de la obra de Platón La República es diferente al original griego Politeía de Aristóteles, cuya traducción sería “régimen o gobierno de la polis (ciudad-estado)”. Fue a través del latín Res publica (cosa pública), empleado por Cicerón en su obra con el sentido aristotélico, como llegó al castellano. El diccionario de la RAE define el término como “organización del Estado cuya máxima autoridad es elegida por los ciudadanos o por el Parlamento para un período determinado. Así se han articulado muchos estados modernos tras sacudirse el polvo feudalizante de las monarquías o los yugos totalitarios.

La cosa pública, la república, no es de derechas ni de izquierdas, sino un asunto concerniente al público, al pueblo, a todas las personas sin distinción de estatus, hacienda o linaje. España, país insólito donde los haya, ha escrito los capítulos de su historia moderna y contemporánea a contracorriente, aceptando como herencia consecuente un secular retraso económico e industrial y un tradicional atraso democrático. La milenaria historia de España soló ofrece unas horas, entre 1873 y 1874, y unos días, entre 1931 y 1936, de gestión pública de la cosa.

La reserva espiritual de occidente, mixtura ibérica de hijosdalgo, soldadesca y sacristanes, ha cuidado, taimada y esmeradamente, sus intereses consiguiendo que la cosa pública se organizara y se siga organizando desde palacios, cuarteles y sedes episcopales. España siempre ha estado a salvo de rojos, judíos y masones porque sus estamentos privilegiados han mantenido al pueblo -ingenuo, inculto e incauto- alejado de la gestión de la cosa pública. Para eso están ellos, para administrar la cosa trocándola de pública a privada por el bien de sus súbditos, que no ciudadanos.

Los herederos de la imperial España demonizan los escasos seis años de república resaltando convulsiones y violencias a las que sus antecesores no fueron ajenos. Cruzada llegaron a llamar al acoso y derribo de la experiencia republicana, escrache violento y homicida jamás condenado, hito ensalzado hoy por políticos y opinadores conservadores como un trasunto del toro de la Vega. La tradición ha alicatado la cultura, el desarrollo y el progreso de este país, con baldosas y cemento cola, dotándolos de una impermeabilidad poco usual en Europa.

El PSOE, tras la abdicación de Suresnes, renunció a su legado republicano a cambio de asegurarse plaza fija en el tándem bipartidista modelado durante los albores de la transición. A partir de entonces se apropió felonamente del término “izquierda” para posicionarse de forma bastarda en el espacio electoral. Por su parte, el PP, refundado como partido de centro por un político franquista, ganó la confianza del electorado y se aseguró la otra plaza del tándem. Ambos partidos demuestran a diario que uno no es de izquierdas y el otro desborda por la derecha, quedando ambos en la retina electoral como el mismo can con distinto collar.

Al PSOE le ha incomodado el concepto República en su acecinada (con “c”) ideología postfelipista. Al PP le incomoda porque la jugada le ha salido redonda y sus listas electorales trabajan para los grandes de España, que dieron jaque mate a la II República, barnizados con tinte demócrata. La Casa Real, lógico, ve el concepto como amenaza para sus intereses mientras la nobleza europea se gana la vida, como ellos, viviendo de rentas públicas y privadas, pero asumiendo papeles meramente ornamentales. El linaje Borbón vende y puede pasar al escalón ornamental sin que suponga un trauma o un escándalo. Escándalo es que la corte y la cohorte de los borbones ocupen el escalón más elevado del estado, hereditariamente, sin pasar por las urnas.

Malos tiempos y malas compañías, las de siempre, las del último siglo de la historia de España, para proponer un debate serio, sereno y ético sobre una tercera república.

Enésimo sepelio socialista

sepelio-del-PSOE

Antes de que las almas mortales de la ciudadanía embarquen, sin moneda bajo la lengua, en la barca de Caronte, posiblemente tengan la oportunidad de asistir al enésimo entierro del socialismo español. Desde 1879, el PSOE ha caminado por la historia con irregulares pasos forzados por la presencia de una “S” en sus siglas a modo de molesta china en su calzado ideológico. Se podría pensar, por las huellas de su histórico caminar, que el socialismo nunca ha prestado comodidad a la horma de un partido socialista en España.

En su infancia, tras constituirse la Internacional Comunista, parte de su militancia sintió la incomodidad de la china y fundó el PCE en 1921, primera demostración de que el socialismo español tenía principios y de que, si no gustaban, tenía otros. Durante la dictadura de Primo de Rivera, el PSOE zurció los rotos sociales de un golpe militar a cambio de cooperar para asegurarse un puesto en la carrera electoral que le llevó a ser el más votado en 1931. Su idilio con el poder le llevó a tratar a sus votantes como segundo plato y éstos, queridas desdeñadas, le retiraron su apoyo en 1933 y se deslizaron bajo las oscuras sábanas de la CEDA. Fue su estreno como protagonista de su propio entierro, aunque, ateo nominal, siempre creyó en la resurrección eterna.

Su juventud estuvo marcada por otro golpe militar que sepultó sus principios y diseminó a su militancia entre repletas cárceles, anónimas fosas, exilio internacional y cunetas nacionales. El exterminio franquista hizo que el socialismo se inhumase en vida para esperar, con la paciencia, la resignación y el miedo como equipaje, a ver pasar el cadáver de la dictadura y, sólo entonces, emerger de la tumba de silencio en la que permaneció inactivo durante cuarenta años.

Ya adulto, el PSOE despertó de su letargo voluntario, estudió el panorama que ofrecía la muerte del dictador, buscó en el armario el disfraz descamisado de vaqueros y chaqueta de pana y, antes de nada, sacó la molesta china del zapato en su congreso de Suresnes. Felipe González eliminó el socialismo de su ideario, manteniendo la “S” como cebo eficaz para exiliados y familiares de represaliados, y alteró a gusto, tras su victoria, el menú de sus principios: posicionamiento ante la OTAN, privatizaciones, contratos basura, corrupción, GAL, etc. facilitaron un nuevo entierro del socialismo español oficiado por Aznar.

Durante el velatorio, más que debate hubo intercambio de chascarrillos y fruto de ello fue someter su cadáver a una sesión de tanatoestética que culminó con la fugaz instauración de primarias para elegir candidatos. Perdieron los oficialistas, los barones, y ganó Zapatero. El pueblo, la calle, tuvo que gritar para que el socialismo desorientado avistase un sendero que sus torpes pasos no alcanzaban a encontrar. Y ganó el bisoño Zapatero para pagar la novatada y las culpas de su partido.  Las últimas elecciones supusieron un nuevo velorio, un mismo cadáver y un nuevo entierro para un partido que ha vuelto a abandonar, con políticas liberales y adornos populistas, el socialismo.

Suprimieron las primarias y, con el dedo, designaron a un joven y desconocido político, de nombre Alfredo, como candidato. Ahora, en una senil madurez intranquila, el anciano Rubalcaba propone cambiar el nombre al partido que seguirá manteniendo la “S” a pesar de que casi nadie en el PSOE recuerda su significado. El partido es un apetecible holding, como el PP, que genera empleo y distribuye riqueza entre sus cúpulas. Este partido, que tantas veces ha negado ya sus raíces debe regenerarse y desprenderse del tejido putrefacto acumulado sobre su obsoleto cuerpo.

Ningún viento es favorable para quien no conoce su destino.