Rajoy, trituradora neoliberal

marionetaRajoyEra imposible. La capacidad del presidente Rajoy para avergonzar a los españoles parecía no tener límite. Su IEP (Índice de Estulticia Personal) parecía llamado a figurar con letras áureas en ese libro de los récords que mide la estupidez humana a nivel mundial. También parece imposible que haya mantenido el tipo sobre la silla, esperando las embestidas de los españoles, incluido su propio partido, casi cuatro años.

El sandio presidente ha dicho que reconoce errores y cambiará todo, menos la economía.

El presidente ha sido sincero, penosamente sincero, y ha delatado lo que se sospechaba de él. Alberti, vía Calderón de la Barca, tituló su libro, su canto a los clásicos del cine cómico mudo, “Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos”. El presidente llegó tonto a la Moncloa y saldrá de ella siendo dos tontos, bien pagados ambos. Se sospechaba y se confirma: Mariano no es humano, sino una marioneta empalada por los brazos de decenas de ventrílocuos que han hablado por su boca durante casi cuatro años.

La pose más necia de Mariano balbucea que no va a cambiar la economía.

El presidente que ha negado hasta la saciedad la corrupción de su partido hizo sus pinitos como bobo mayor del reino con la gestión de los hilillos de plastilina del Prestige. El presidente que niega y reniega el rescate a la banca se asoma al balcón de la corrupta sede de su partido y no ve en la calle más que tontos porque “hay que ser muy zoquete para votarme”, se murmura a sí mismo. Quizás lo más humano de la marioneta que nos preside hayan sido sus comparecencias en plasma.

Insisto: el presidente reitera que no cambiará la economía.

Hay que ser muy tonto, tal vez el más tonto de los tontos posibles, para hundir la RTVE y ahuyentar a la ciudadanía de dos canales y varias emisoras, dejando la audiencia a los pies de alternativas menos zafias, burdas y chabacanas. Y más tonto si cabe es pretender que el fracaso electoral se debe a unas televisiones cansadas de la monotonía delictiva y judicial protagonizada por cientos de cargos públicos del PP.

No va a cambiar la economía. Mariano lo cambiará todo, menos la economía.

Costaba trabajo creer que el presidente se creyese sus mantras de que la crisis ha terminado, que el país está en plena recuperación y que se crea empleo, mucho y de calidad. Y lo peor no es que se lo diga al pueblo, de su talla intelectual, que ha vuelto a votar PP en las pasadas elecciones tras sufrirlo casi cuatro años en el poder. No. Lo peor es que no se le cae la cara de vergüenza cuando lo suelta, tal cual, en foros internacionales donde interpreta sobradamente el papel de bufón de la corte.

Lo está haciendo de maravilla, no tiene por qué cambiar la economía.

El partido en el poder ha pensado que meter el dedo en la llaga de ETA o airear Venezuela y Cuba como fantasmas le iba a deparar los mismos votos de siempre. El Partido Popular se ha mostrado como un partido netamente populista y más dictatorial que sus criticados, con hechos, además de con palabras. La miseria en Venezuela está muy por debajo de cómo la encontraron los bolivarianos a pesar de la jugada petrolera de USA en la zona. La miseria y la desigualdad en España están muy por encima de donde las encontró el gallego neoliberal. Son su herencia.

Tiene muy claro que no cambiará la economía. El presidente, digo.

Representan un peligro no ya la marioneta, sino los brazos que, desde la zona más baja de su espalda, mueven su cuerpo y su boca. Son peligrosas gentes como Esperanza Aguirre, Ana Palacio y muchos cargos públicos del PP con el guerracivilismo desatado, las trituradoras de papel a pleno rendimiento, los trituradores de periodistas golpeando y amenazando y la policía identificando a los agredidos. España es cada día que pasa un poco menos democracia, un poco más dictadura.

La economía neoliberal ha triturado España. El problema, precisamente, es la economía… ¡idiota!

Ni izquierdas, ni derechas

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La moda de no declararse ni de izquierdas ni de derechas puede tener sentido. La derecha se ha transformado en una corrupta plutocracia neoliberal y la izquierda, si se aplica el término a un partido que no es socialista ni obrero, es un corrupto reflejo liberal de la derecha. Cuando la corrupción, desde hace ya más de 20 años, se convierte en el modus operandi et vivendi de los políticos, el discurso deriva hacia profesionalización o servicio público más que a izquierdas o derechas.

Laboralmente, este país ha transformado la negociable dicotomía trabajador/empresario en una impuesta relación amo/esclavo eliminando a decretazos el equilibrio derecha/izquierda. Los trabajadores han renunciado a la defensa colectiva de sus derechos impelidos por esta clase de sindicatos que ya no son de clase. Cuando el sindicalismo se profesionaliza y riega sus raíces con los purines de la formación y las subvenciones, sus tallos, flores y frutos crecen marchitos y corrompidos.

Sociológicamente, la generación de la transición abandonó hace 20 años las calles como lugar de reivindicación para convertirse en sumiso y cuatrienal electorado. Han tenido que llegar el apocalipsis neoliberal y una nueva generación para recuperar la calle como foro donde hacer frente a los despachos y consejos de administración que gobiernan el país. Financieros y empresarios manejan con destreza a la derecha y a la bastarda izquierda en la alternancia del gobierno.

Económicamente, desde la caída del Muro de Berlín, el tablero de ajedrez sólo tiene casillas negras, negras son todas las figuras y blancos todos los peones. No hay derecha e izquierda en un tablero todo negro. La desigual partida es un continuo jaque a las economías familiares por parte de las insaciables figuras bajo el mando de los reyes y las reinas negras: el 10% se come al 90%. El capitalismo, sin rival ni alternativa, muestra su lado más deshumanizado, más salvaje, para el que sólo cuenta el beneficio monetario.

Culturalmente, los principios y valores sociales se han sustituido por individuales impulsos de consumista autocomplacencia. Nadie se define de izquierdas o de derechas si ello le impide acceder a un ansiado producto que el espejo comercial de la publicidad pone a su alcance. Usar y tirar es la máxima vital que la población sigue a rajatabla sin tener en cuenta que el precio abonado contabiliza en monedas el tiempo invertido para ganarlas.

Informativamente, la realidad española es un auténtico monopolio donde la información y la neutralidad piden socorro desde las mazmorras financieras y propagandísticas. RTVE no es de izquierdas ni de derechas desde que el PP cambió la ley que la regulaba para hacerla la televisión del partido a imagen de sus autonómicas y los medios privados han relegado el debate político a meros programas de dudoso entretenimiento a los que gustosos acuden todos los partidos.

Políticamente, los discursos de hoy no responden al canon iquierda/derecha porque las realidades tampoco responden con exactitud al mismo. Si la denominación “derecha” se aplica a los intereses de las élites e “izquierda” a los intereses ciudadanos, las actuales mareas de indignación pueden identificarse como izquierda y buscan referentes políticos para sus demandas. Bajar a la calle, identificarse con la calle y trabajar desde y para la calle es la compleja tarea que deben abordar las formaciones que piden la complicidad del voto. Será interesante ver con quién se identifica la calle al margen de las tradicionales derechas e izquierdas obsoletas y uniformadas.

La derecha no se conforma con ser derecha y aspira también a ser la izquierda.

El tren de la solidaridad

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Los desastres, la muerte sin duda el peor de ellos, modifican los hábitos y las conductas cotidianas de quienes los sufren en primera persona hasta extemos insospechados, también la sociedad en su conjunto altera sus rutinas ante una catástrofe. Los sentimientos y las conciencias se agitan a nivel individual y social sorprendiendo a las personas con acciones y reacciones a veces desconocidas por sus propios actores. Dolor, desesperación y duelo son los efectos íntimos más notorios y la solidaridad es la respuesta social por excelencia.

El descarrilamiento de un tren en Santiago y sus demoledoras consecuencias ha vuelto a demostrar que la sociedad española está sobredotada para ejercer la fraternidad. La sociedad española, de forma anónima y voluntaria, de nuevo ha reaccionado ejemplarmente situando la colaboración y el socorro por encima de los luctuosos efectos y las hipotéticas causas del accidente. El tren de la solidaridad ha circulado con una precisión y una velocidad muy superiores a las de cualquier AVE.

Antes de que las televisiones nacionales reaccionaran, los bomberos habían abandonado su huelga, las batas blancas recortadas o desempleadas poblaban los pasillos de los hospitales, la policía hacía causa común con la ciudadanía y cientos de personas saltaban sobre los vagones o formaban una kilométrica cola ofreciendo sus solidarias venas para arrebatar vidas a la muerte. El pueblo español, una vez más, ha superado con creces la ingrata tarea de aliviar y minorar un desastre tan cruel e inoportuno como irreversible.

El pueblo español no necesita organismos oficiales para exportar con orgullo lo que sin duda debiera ser la base de la Marca España: la solidaridad. El mundo conoce, sin alardes publicitarios, el nivel de este país en donaciones de sangre o de órganos, su capacidad para cooperar al desarrollo del llamado Tercer Mundo o su extraordinario tejido de asociaciones sin ánimo de lucro que atienden a todo tipo de personas desatendidas por el sistema. El mundo conoce y aprecia la solidaridad española.

En Santiago descarriló un tren cubriendo de muerte y dolor a todo un país. La misma noche también descarrilaron las televisiones cubriendo de incompetencia lo que era noticia a nivel mundial. Hace tiempo que las televisiones trocaron la información por opinión, que sustituyeron periodistas por tertulianos y que cubrieron las calles con becarios más pendientes de no meter la pata que de hacer bien su trabajo. Todo se resume en las palabras de Paolo Vasile al afirmar sin tapujos que en Tele5 no hay periodistas, sino opinadores. En las demás, igual, incluida RTVE.

RTVE ha pasado de servicio público a servicio de propaganda, ha sustitudo a experimentados profesionales por militantes, perdiendo en dos años el norte periodístico y la audiencia. La CNN y la BBC informaban del accidente una hora antes de que TVE utilizara un banner de texto a pie de pantalla para contar la actualidad, dos horas antes de que el canal 24 Horas de TVE ilustrase la noticia con imágenes del accidente de Chinchilla ocurrido en 2003. En Facebook, un tabajador de TVE se quejaba: “En 5 minutos de Twitter me he informado mejor que en 15 minutos del informativo 24 horas de Tve”. Eran las 22’35. La cobertura al día siguiente dejó un rastro de chapuzas con continuados errores en rótulos y conexiones. TVE ya no es un servicio público. No.

En las privadas, los mismos opinadores que descuartizan diariamente a Bárcenas, a Griñan, a la Pantoja, a la Duquesa de Alba o a José Bretón, alimentaban el morbo y mostraban casquería. Una psicóloga rogaba desde las mismas vías: “dejen en paz a las víctimas y a sus familiares”. Reprodujeron en bucle las imágenes del descarrilamiento y algún trozo de carne asomando bajo una manta. Apuntaron culpabilidades antes de que se investigue a fondo. Su negocio es el morbo y la carne, la humana es la más cotizada.

 Las televisiones andan ya a la caza de familiares destrozados y milagrosas salvaciones para ganar audiencia y dinero. En la vía muerta de la política ya han empezado los unos a culpar al gobierno de Zapatero y los otros a responsibilizar al gobierno de Aznar. La anécdota del día fue la nota de pésame de Rajoy, transmiendo su más sentido pésame por los efectos del terremoto en Gansu; a la altura de su televisión, muy por debajo de su pueblo.

Lo único que se salva en esta jungla es el clamor de la solidaridad.

Un país con dos rombos

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El departamento de I+D+i de la Secretaría de Estado de Cultura trabaja en un proyecto para el “desarrollo del sistema de pictogramas o imágenes identificativas que acompañen a las obras audiovisuales y que permitan al público identificar a priori contenidos específicos de las obras audiovisuales”. Cabe suponer que el gobierno, despreciando la capacidad intelectual de la ciudadanía, se erige, una vez más, en intérprete de lo que le conviene y de lo que no.

La no intervención del estado en el desarrollo de las actividades económicas privadas es el cimiento de lo que se conoce como libre mercado, al parecer el único segmento social que disfruta de plena libertad, el único en cuyas capacidades confían ciegamente los gobiernos. Al segmento humano, a las personas, se las protege con ensalmos como la autorregulación o los códigos éticos de las empresas, tal es la confianza que se tiene en la bondad del sistema, y a partir de ahí se legisla y se vigila.

La autorregulación y los códigos éticos se traducen en descarados pactos para unificar los precios de la energía o la telefonía, en la introducción de cláusulas abusivas en contratos bancarios o en las garantías de los productos de consumo y en el abuso publicitario o la ausencia de respeto en la programación televisiva. El Estado cuenta con costosos organismos especializados, para combatir el juego sucio del mercado, que se limitan a cubrir el expediente y guardar las apariencias.

La intención de “advertir la naturaleza de aquellos contenidos audiovisuales que pudieren resultar no recomendables para la infancia” choca frontalmente con los usos de una sociedad que hace tiempo dejó de ver la tele en familia y utiliza las pantallas como cuidadoras y educadoras preferentes de la población infantil. Es extraño encontrar un hogar que disponga de una sola pantalla y habitual una tele como parte del mobiliario infantil.

La televisión actual es un mercadillo que desconoce el decoro y es difícil encontrar en las parrillas productos inocuos para la salud del espectador. La zafiedad, la grosería, la chabacanería y la vulgaridad copan el grueso de las programaciones junto a la violencia, el sexo, la casquería o la política. Al gobierno le traería más cuenta que los fabricantes de televisiones grabasen los dos rombos directamente en la esquina superior derecha del plasma.

Todo hace pensar que la intención del Ministerio de Cultura es redondear la faena de adoctrinar y españolizar al país recurriendo a dos inútiles rombos que, como la mayoría de las reformas de este gobierno, sirven para enmarcar la vida cotidiana en un decorado ideológico de mediados del siglo pasado. Tras la conversión de la RTVE en un NODO a color, con censura, manipulación y en pantalla de plasma, los rombos son un detalle ornamental secundario que aún conserva un público y un electorado propios.

Habrá que prestar atención para ver si los rombos aparecerán en los telediarios cuando hablen de corrupción, de privatización sanitaria, de desahucios o de trabajadores sin derechos y casi sin salarios. Son algunos contenidos, con ciertas dosis de violencia estructural y de prostitución social, que hieren la sensibilidad infantil y la adulta también. En el resto de la parrilla también hay violencia, sexo, sangre y, por encima de todo, mal gusto.

La España negra

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El luto es lo que mejor define el estado de ánimo actual del país, los duelos tintan de negro las esquinas y los callejones de la convivencia, el desconsuelo cotidiano ensombrece los días fundiéndolos con la nocturna oscuridad. El luto, los duelos y el desconsuelo se han incorporado al paisaje de la vida y amenazan con instalarse de forma definitiva en las retinas que miran la realidad y, a partir de ahí, configurar los sueños. Nadie quiere verlo todo negro, pero es el color que domina la inexorable actualidad.

Los grises políticos instalados en el gobierno y la oposición aplican el pincel oscuro a tareas tan necesarias y habituales como comprar el pan, calentarse en invierno o asearse con agua caliente (¡Ay, Cañete!). Son exigencias de Europa, dicen a diario, problemas de confianza derivados de la actitud derrochadora de todos los pueblos sureños. Y Europa envía a sus hombres de negro para vigilar las huchas semivacías del sur y velar para que se llenen las del norte.

La economía utilizaba el azul y el rojo como metáforas cromáticas del peligro y la salvación, del cielo y del infierno, del yin y el yang. Hoy, la economía toma el sol y degusta daikiris en paraísos fiscales donde el dinero evadido se broncea con un tono que tira al negro petrolero que inauguró la era del capitalismo desbocado. En España, se está haciendo un remake de La Tapadera (Sydney Pollak, 1993) en el que el partido del gobierno, el de la oposición, la Casa Real, cantantes, deportistas, empresarios, banqueros, y cualquiera que maneje algo más que calderilla, no dudan en cambiar el azul y el rojo por el negro. El dinero negro les pone, les mola.

Uniformes y lencería hospitalaria están cambiado el blanco aséptico por los oscuros colores de intereses privados, proyectando un sombrío panorama, en salas de espera y consultas, muy cercano al temido luto por defunción. Una gripe, si no va acompañada por un respaldo en metálico a precio de mercado, puede derivar en neumonía y pasar a ser problema funerario en vez de sanitario. Velos negros, brazaletes negros y botones forrados de negro volverán pronto a distinguir a los europeos cuyas economías no den para satisfacer la avidez de la sanidad privatizada que Europa exige y el gobierno ofrece.

Negros presagios penetran en los hogares desde la RTVE y las cadenas autonómicas, donde se ha producido un fundido a negro desde el technicolor y el pluralismo informativo hacia el blanco y negro y la propaganda de partido. PP y PSOE entienden la información como un servicio a sus intereses, la más vil manipulación adoctrinadora, conscientes de que gran parte de la ciudadanía piensa y actúa según le dictan las pantallas, las ondas o la prensa. En TVE, negros a sueldo imponen guiones políticos que los profesionales se niegan a firmar con sus nombres y su dignidad. Escandaliza que, junto a The New York Times, El País o El Mundo, se publicite sin rubor, con dictatorial descaro, una revista de la FAES en la sección revista de prensa del canal público 24 Horas.

La católica iglesia, que no renuncia a reinar en este mundo, vuelve a tener predicamento sobre un gobierno confesional como en el periodo más negro de la historia reciente. Recupera el pecado como castigo, de nuevo acogido como delito en el código penal, pontifica sobre sexo desde una abstinencia decadente, exige el control de la educación para adoctrinar, es una de las industrias que más dinero distraído mueve en España y sus negras sotanas vuelven a ser escoltadas por negras mantillas gubernamentales. Así se distancia del cristianismo y de los cristianos, así y cubriendo con un oscuro velo de silencio los casos de niños robados, la pederastia, el empobrecimiento de su rebaño y otras cosas que claman al cielo, entre ellas su beligerancia con curas obreros, cristianos comprometidos o teólogos de la liberación.

España recorre un negro túnel cuyo final no está previsto para, siendo optimistas, los próximos cincuenta años.