
—Ponme la penúltima, Paco —la penúltima es hoy la tercera jarra de cerveza, suficiente para liar la lengua y los andares de quien, 50 años antes, necesitaba siete u ocho para emborracharse—. Y ponte tú otra, ¡coño!, que para eso somos amigos. ¿O no?
El bar ha resistido medio siglo con menos cambios que los apreciables en Paco y Manolo: la madera del mostrador aguanta a base de lija y barniz cada cinco años, las repisas de cristal son ahora de metacrilato, la luz es de led y la televisión de culo, su peana y los escuadrones que la sujetaban, han sido sustituidos por una tele de plasma de 50 pulgadas fijada a la pared. El camarero y el cliente, en cambio, empiezan a arrugarse, tienen calvas rodeadas de canas, gafas, sobrepeso, gestos lentos y visible cansancio vital.
El de Paco es uno de los últimos locales que se resisten a la moda de reservar y ofrece sus mesas interiores y las de la terraza a la clientela según va llegando. Los fines de semana, quien se acerca y se topa con las mesas llenas se toma unas copas en la barra mientras espera a que quede libre una. A Paco le ayuda su hijo Luis, con pendiente nasal, coleta y el brazo izquierdo tatuado como un tebeo, que sólo ha convencido a su padre para llevar los pedidos y las cuentas con una APP del móvil. Nada de reservas.
Así ha sido siempre y así será hasta que Paco se jubile por imperativo vital, pues hace ya tres años que cumplió los 65. Manolo le da la razón: desde poco antes de la pandemia, echar unas cañas y picotear se ha convertido en un suplicio. Lo pone de los nervios tener que ser más puntual para ir al bar que para el médico (“hemos reservado a las 2:30, ¡¡no lleguéis tarde!!”), o no poder cambiar de bar para probar el arroz dominguero del Valencia, o no poder decir “Veníos” a los amigos cuando lo llaman por teléfono. Manolo y Paco suelen compartir raciones de nostalgia.
—No hace mucho, salíamos de tapeo y se improvisaban rutas sobre la marcha, sin la tiranía de la reserva y con libertad para recorrer los bares con los amigos —apunta Manolo.
—Sin esperarlo, venían o se formaban un par de reuniones que vaciaban la despensa y llenaban la caja —evoca Paco con melancolía.
—Pero era una locura de curro —intenta rebatir Luis, hoy con la coleta suelta—. Con las reservas hay orden y es mejor para trabajar.
—Qué tierno —se dicen con la mirada y media sonrisa Paco y Manolo.
A la penúltima le sigue otra y los recuerdos sobrevuelan el universo sentimental y lúdico de los bares como lugares de recreo, de expansión y de holganza para muchas generaciones. Y también como espacios de tertulia, conciertos, teatro, revoluciones pendientes, poesía, exposiciones, cinefórums y otras causas perdidas. El bar de Paco alterna actuaciones esporádicas de flamenco para los de su quinta, monólogos para todos y peleas de gallos para la generación de su hijo. Manolo acude al flamenco, su hija al rap.
—No somos nadie, Manolo —mira a su hijo que se ha retirado a la puerta para atender el ronroneo del móvil—. La cultura de la taberna y el alterne toca a su fin. Ya hasta se folla con el móvil. A éstos —señala a Luis alzando la barbilla— se los están comiendo con patatas.
—Ponme la penúltima Paco, y dame la cuenta —saca la cartera, extrae 20 euros y los deja en el mostrador—. ¿Sabes que al PP de Madrid le molesta que los indigentes vayan a beber a las fuentes públicas?
—Lo que yo te digo —deja sobre la barra las dos cervezas—. En Estados Unidos, los talibanes preparan cámaras de gas para los maricones y las feministas y aquí la Ayuso va detrás de ellos de cabeza. —Empuja el billete hacia su amigo— invita la casa.
—Ya nos va quedando menos para echar la última —coge y levanta la jarra para brindar.
—Mientras tanto… —chocan las jarras— ¡Salud!
—¡Y República!, Paco, ¡Y República!