El boulevar ibérico

Gamonal

Mientras políticos y banqueros entiban el canal de Panamá, el vecindario de un barrio obrero, con mayoría de votos a la derecha, está a punto de dinamitar la prima de riesgo. Dice Soraya que la recuperación «no casa» con las protestas sociales y lleva razón, porque Gamonal es un barrio viudo de sus derechos sin boda posible. Lo que temen Soraya y Valenciano, los usurpadores de la política, es que Gamonal reclama el derecho del pueblo a decidir en una democracia, que sí se puede.

España se ha reconocido en un barrio porque ese bulevar es un tramo del que recorre cada rincón del país como un sistema sanguíneo capilar. Cada ciudad, cada barrio, cada pueblo, cada aldea y cada pedanía tienen un constructor de cámara, un negociador alcalde, un policía municipal, una trapisonda y su trozo de bulevar. El modelo Gil y Gil es el vigente. ¿De qué sirve un Ayuntamiento si se puede gobernar desde el Club Financiero? El resultado es el mismo.

No hay miedo a contenedores ardiendo o a escaparates rotos, no hay miedo a comandos itinerantes o a capuchas desarmadas, los gobernantes saben que son milésimas porcentuales magnificadas y manipuladas. Y el pueblo también. Hoy, los miedos a la contundencia del poder uniformado están en clara desventaja respecto a la necesidad ciudadana de gritar para ser escuchada. Gamonal ha sacado a la calle a vecinos burgaleses, madrileños, granadinos, sevillanos logroñeses, ovetenses o vallisoletanos, vecinos de bulevar.

El miedo a la palabra ha sorprendido al partido del gobierno, desbordado y desnortado, atendiendo los focos prendidos desde Génova; sabe que el bulevar que les separa del pueblo está construido con cemento, desprecio y rapiña, una mezcla explosiva. Javier Lacalle y su PP han aprobado en una tarde la continuidad de las obras y su paralización definitiva, sintiendo bajo sus pies el calor de una imaginaria mecha. A 250 kilómetros de Gamonal, Botella y Cifuentes pelean como gatas a cuenta de un bombero que apagaba una llama burgalesa en Madrid.

El aparato propagandista del régimen ha quemado las fotos de Beirut en llamas como ilustración de las protestas en España. Ya nadie les cree, ni a unos ni a otros. Fraga perdió la calle siendo ministro de Gobernación y vicepresidente franquista. Aznar perdió la calle con mentiras de plastilina y sangre irakí. Rajoy va camino de perder la calle por las mismas esquinas que sus antecesores. La calle no era de Fraga, ni es de Fernández Díaz, ni de policías armados: era, es y será del pueblo cuando la toma y la prefiere a un bulevar.

Destaca, y quizás explique el giro a la derecha de los barrios obreros, el hecho nada sorprendente de que también el PSOE llevaba un bulevar en cada programa electoral. Con los cambios de gobierno siempre gana el donante donado, sobre todo si, amén de constructor, como Méndez Pozo, es amo de un medio de comunicación. Mire a Berlusconi, a Florentino, a Lara, a la Gürtel, a Bárcenas, a los ERE, al Palau, a la cosa real, personas y aconteceres que transitan por la zona ancha del bulevar ibérico dejando tras sus pisadas regueros inflamables.

España busca héroes para mitigar las derrotas de su población con imposibles sueños a los mandos de un Ferrari, manejando una raqueta o pateando un balón. Gamonal demuestra que no son incompatibles las pasiones con las necesidades, que se puede luchar antes o después de atender a los héroes de ficción y ser héroes anónimos. España lo sabe, los poderes lo saben, de ahí el miedo a que arda entero el bulevar y que se prefieran las porras a las mangueras para sofocar el incendio. Usar el miedo para combatir su miedo es un preludio del terror, más gasolina al fuego.

Hoy no se fía, mañana sí

sisifo

Confianza es la palabra que, desde hace años, utilizan los próceres para acurrucar en su discurso una esperanza necesaria que les acredite como personas capacitadas para salir de la crisis. Confiar es dar esperanza a alguien de que conseguirá lo que desea. El diccionario de la Real Academia orienta sobre las aviesas intenciones del gobierno. Los mercados, según el gobierno, vuelven a confiar en España, han recuperado la esperanza de conseguir lo que desean y han llenado, gobierno y mercados, las calles y las plazas de desesperanza cívica y humana desconfianza.

Dijo Quevedo que la confianza es el mayor despeñadero. Por él ruedan las esperanzas depositadas en urnas transparentes cada cuatro años, por él ruedan las palabras vociferadas en las campañas electorales, por él ruedan los sueños descalabrándose con cada decreto ley ofrecido en el altar de los mercados. España rueda cuesta abajo por el despeñadero y la confianza en los partidos políticos se ha hecho fosfatina por el desdén de quienes pastorean en los presupuestos públicos hacia sus votantes presuntamente soberanos. Desde la victoria de Felipe González hasta la de Mariano Rajoy, la confianza se ha depreciado y ya nadie confía en los farsantes empedernidos.

Dice el gobierno que no puede atender una demanda popular, avalada con millón y medio de rúbricas, porque se perdería la confianza de los mercados en España; que hay que salvar a la banca, sacrificando vidas humanas para ello, para que el sistema confíe en España; que hay que apretarse el cinto y la dignidad, sólo las clases menos pudientes, para que las bolsas recuperen la confianza en España; que hasta que no se recupere la confianza, no volverá el crecimiento. Y lo dice sin pestañear, con la convicción de que el pueblo aún confía en sus palabras, repetidas por sus muecines desde los alminares mediáticos, hasta la saciedad.

La ciudadanía debe rebelarse ante la sumisión de los gobernantes a la divinizada confianza de los mercados. Es hora de colgar en nuestras conciencias, como en las vetustas tabernas, un cartel con la leyenda “hoy no se fía, mañana sí”, otro advirtiendo de que “se prohíbe el cante (malo)” y tal vez un tercero que diga “reservado el derecho de admisión”. Cuando un político deja, como han hecho casi todos, de ser fiable, lo sensato es retirarle el crédito de la fiabilidad; cuando su oratoria pierde la impostura de la verdad y castiga chirriante los oídos de los gobernados, mejor hacerle callar; y, si persiste en su empeño, debe prohibírsele la entrada en la intimidad electoral de cada persona.

Los mercados que deciden nuestro presente y nuestro futuro desde anónimos despachos, donde deciden cuánto, cómo y cuándo hemos de pagarles una deuda planificada desde el artificio contable de la prima de riesgo, no son de fiar. Quienes les sirven ciegamente, mientras practican la corrupción y todas las formas imaginables de perversión del poder, tampoco son de fiar. En España se han instalado la desconfianza y la desesperanza como huéspedes imprevistos. Nadie se fía de nadie. El vecindario sonríe de reojo, con una daga bajo la lengua y los oídos prestos a eschuchar lo que desean. La convivencia huele a desconfianza, a recelo, a soledad.

Todos los días hay un político, en cualquier lugar de España, empujándola en el despeñadero. Todos y cada uno de los impresentables que compiten, en noticiarios y tertulias varias, para ver quién tiene la cara más dura y la insolencia más elevada golpean y traicionan la confianza ciudadana en las urnas y la democracia. Hay que dar un golpe en el mostrador para que reaccionen, o mejor se vayan, y gritarles enérgicamente, en las próximas elecciones, que hoy no se fía, que no den más el cante y que el derecho de admisión está en manos de la ciudadanía.

Confianza y mercados

El becerro de oro del siglo XXI está en Wall Street

El becerro de oro del siglo XXI está en Wall Street

Con sigilo, nocturnidad y alevosía aparecieron en nuestras vidas los mercados, un concepto poco conocido en el llamado primer mundo, para instalarse en el diccionario de lo cotidiano ocupando los académicos sillones reservados a sabios con decencia y ética en su currículo. Llegaron los mercados acompañados de secuaces con suficientes coincidencias en su ADN como para certificar un parentesco de primera línea entre ellos y que sus necesidades eran idénticas. La familia de los mercados, en el sentido siciliano del término, la componen unas agencias de calificación y una prima de riesgo de cuyo significado sólo se ha traducido el término confianza y los devastadores efectos que han producido en Europa, eso sí, a la parte más débil de la población.

La saliva política, la tinta, las ondas y las imágenes informativas otorgan a los mercados un tratamiento místico y alegórico reservado a dioses y diablos de cualquier religión ante los que no cabe sino arrodillarse y rezar para que su ira pase de largo perdonando la vida a los mortales. Políticos, empresarios y banqueros, sus evangelistas, desde los púlpitos del poder, predican y sentencian la penitencia: pobreza, pérdida de derechos y sumisión, todo para recuperar la confianza de los dioses, para agarrarse al pulgatorio sin caer al infierno.

La teología de la calificación y la infabilidad de la prima de riesgo han hecho que los popes neoliberales recorten la supervivencia, sacrifiquen lo público en el altar de lo privado y castiguen el pensamiento y la expresión de los aviesos infieles que osan cuestionar a los nuevos dioses. Todo por la confianza de los mercados, presentada como único camino de salvación. Todo para aplacar su ira y colmar la insaciable avidez de sangre humana que exigen y sus adeptos le proporcionan. Todo por la banca, esa nueva patria global a la que se rinde vasallaje y cuyas cadenas ceñirán los cuellos de varias generaciones de españoles, griegos, portugueses o italianos como ya sucedió, durante el siglo pasado, a sudamericanos o africanos.

España es un país en el que la justicia redime a CiU de su financiación ilegal, Baltar enchufa a cientos de familiares, Botella gobierna la capital sin cualificación para ello, Carromero sale de la cárcel por pertenecer al partido, la Junta de Andalucía encubre jubilaciones fraudulentas, se condena a Garzón por investigar la corrupción, el exministro Blanco es pillado en una gasolinera como un camello de favores políticos, diputados del PP juegan con la tablet mientras deciden el futuro del país, Urdangarín o Rato se forran a costa de su imágen pública, los bancos estafan con preferentes, las empresas de telefonía abusan de sus clientes, Díaz Ferrán se estafa a sí mismo y a sus trabajadores, unos mandos militares se apropian del dinero destinado a estudiantes… España, esta España, es, en definitiva, un país altamente cualificado para impartir un máster en corrupción e injusticia. Con seis millones de parados y una alarmante cantidad de ciudadanos en situación de pobreza y desprotección, los mercados envian señales, bajan la prima de riesgo y perdonan la vida como matones satisfechos por el sacrificio de lo mejor del país: su sanidad, su justicia, su educación, su dignidad y su juventud.

A este desdichado país de políticos que hablan demasiado, de gente que calla y otorga demasiado, de medios de comunicación que manipulan demasiado o de trabajadores que aguantan demasiado, a este país, a España, los mercados le otorgan confianza y le conmutan la pena de muerte por la cadena perpetua. El gobierno, sus voceros y otros esbirros de los mercados lo celebran y lo venden como un triunfo, su triunfo, al pueblo perdedor, al pueblo estafado y apaleado.

Como para fiarse de ellos.

Rajoy: paro y desamparo.

El PP pasó siete años en la oposición afirmando que era imposible hacerlo peor que Zapatero, que ellos sabían lo que España necesitaba para crecer y que disponían de una fórmula mágica para detener la escalada del paro. Durante los primeros cuatro años, la población hizo oídos sordos a estos cantos de sirena prefiriendo el carisma novel del anterior presidente a la ausencia de carisma de un Rajoy con el perfil más bajo como aspirante y como presidente que se ha dado en la democracia, a excepción, quizás, de Leopoldo Calvo Sotelo.

Y llegó la crisis como agua de mayo para el PP. Durante su segundo mandato, Zapatero hizo añicos el crédito carismático que disfrutó durante su primer mandato, torció del todo su gobierno hacia la deriva neoliberal y gestionó el comienzo de la crisis de forma deplorable. Los golpes de la economía comenzaron a lacerar las espaldas de la población y Rajoy se encontró con que la economía mundial le estaba allanado el camino. La economía mundial y la propia ineptitud de un gobierno agonizante.

Rajoy enarboló el estandarte del paro en la carrera electoral y bautizó las infames listas del desempleo como “los parados de Zapatero”, llegando a protagonizar una astracanada fotográfica luciendo su lamentable palmito ante una oficina del INEM. El mensaje, coreado al unísono por el PP y la derecha mediática, fue tomando cuerpo ante la desesperación ciudadana, dispuesta a agarrarse a un clavo ardiendo, por la escalada de una crisis ante la que claudicó Zapatero haciendo una reforma laboral, metiendo los primeros tijeretazos y reformando a dúo con Rajoy la Constitución, de forma vergonzosa y nada democrática, para satisfacer a los mercados.

El PSOE perdió unas elecciones que Rajoy no llegó a ganar nunca por méritos propios y sentó sus reales en Moncloa supuestamente para salvar al pueblo y llevarlo a una tierra prometida donde el paro se reduciría y España volvería a crecer como dios manda. La pócima milagrosa eran, según él y los profetas de la FAES, unas reformas estructurales que volverían a crear empleo y a devolver la confianza a los mercados. Las reformas estructurales y la flexibilización del mercado laboral se han traducido en recortes en los bolsillos y en los derechos de una ciudadanía que vive mucho peor que con Zapatero y que ha podido comprobar, al igual que Europa y los mercados, que Rajoy y su gobierno no son de fiar y que mienten más que hablan.

En un año de gobierno, Rajoy ha conseguido aumentar el paro de forma alarmante y descarada, ha conseguido un crecimiento galopante de la prima de riesgo y un decrecimiento paralelo de la economía sin precedentes. La misma guadaña con la que ha segado la economía del país para las próximas tres o cuatro generaciones le ha servido también para cercenar derechos cívicos labrados durante cuarenta años de lucha, tras un periodo de otros cuarenta años, los más negros de la historia de España, bajo el yugo franquista. Y también ha reflotado el franquismo mediante la actuación de un ramillete ministerial siniestro como el propio fantasma resucitado.

España, azotada por el paro, asiste asustada a una ofensiva neoliberal y neofranquista que vuelve a contar con presos políticos en sus cárceles -como el joven estudiante del piquete granadino-, persecución de ideas políticas contrarias al régimen -como los sancionados, heridos y detenidos por protestar-, censura informativa -el último caso es Informe Semanal-, policía que cumple órdenes ciegamente -hasta el punto de hacer brotar la sangre en una cabeza de 13 años- y es indultada y justificada por sus máximos responsables. Un panorama tétrico y desolador para una España cuya pesadilla fascista aún no ha sido desterrada ni enterrada por la rabiosa oposición del Partido Popular a la Ley de la Memoria Histórica.

La situación era susceptible de empeorar y empeoró con la irrupción de Gallardón a la grupa del caballo de Atila en el Ministerio de Justicia. El gobierno de Rajoy nos ha condenado al paro y este peligroso ministro nos condena ahora al desamparo. No sólo se han perdido empleos, viviendas y derechos sino que también se ha perdido la posibilidad de defensa del pueblo a través de la justicia, se ha perdido la justicia misma y la dignidad de un país que vuelve a ser la España negra rediviva. España vuelve a ser ese país decadente que tropieza siempre en la misma piedra. Es la «Marca España» del PP.

La gran estafa de los mercados.

Cada fin de mes, mis ojos se humedecen ante la afluencia de emisarios que acuden a mi buzón reclamando dinero para satisfacer los gastos que mis posibilidades han contraído para satisfacer mis necesidades. No vivo por encima de mis posibilidades, sino que cohabito con mis necesidades por imperativo vital y son éstas las que me colocan por encima de mis posibilidades. Mi sueldo mil eurista hace malabares para atender llantos cotidianos como luz, agua, gas, vivienda, transporte, vestido, higiene, comida, colegio y algunos caprichitos similares más.

No entiendo de cuentas por encima de mis posibilidades. El banco me cobra unos euros por ¿mantener? la cuenta corriente, se lleva un euro de cada cien que ingreso mediante cheque, me carga unos céntimos cada vez que saco mi dinero de un cajero equivocado, pierdo media hora cada vez que acudo a sus oficinas para gestionar algo y se olvida de mí cuando el euribor baja de 1,25. Todo lo que me cobra a mí, mi vecino rico se lo ahorra por ser cliente preferente de visa y billetes de 500 euros (igual que hacen los inversores con la financiación alemana a costa de las ganancias obtenidas en el sur de Europa).

Mi gobierno ha recortado la lista de mis necesidades vitales: ya no me ducho todos los días, he aprendido a manejarme sin tropiezos con las luces apagadas, mi dieta era pobre y ahora también es fría, me levanto hora y media antes para caminar seis kilómetros hasta mi trabajo, he vuelto a vestirme con la ropa deshechada de mi hermana mayor y comparto mi hogar con una extraña que me ayuda con los gastos. Creo que ya estoy por debajo de mis posibilidades que me acompañan en el llanto.

No entiendo de cuentas por encima de mis posibilidades. En los últimos años, mi banco ha mudado de manos en tres ocasiones y ya no sé ni cómo se llama, aunque sus sisas siguen el cauce habitual y el tiempo de espera en sus oficinas ha aumentado al disminuir los trabajadores que las atienden. Mi hipoteca, con su letra pequeña, ha cambiado de manos en tres ocasiones sin yo firmar papel alguno y me la siguen cobrando con religiosa puntualidad sin eliminar ese suelo que me impide beneficiarme de las bajadas del euribor.

Comprendo el nerviosismo del gobierno cuando pide dinero para financiarse y la prima de riesgo afila los dientes de la usura en las encías de los inversores. Este nombre genérico, anónimo y sospechoso nos impide conocer con nombres, apellidos, domicilio y filiación a quienes cobran unos intereses leoninos que para el año que viene rondarán los 50.000 millones de euros. Los inversores se forran así y no sabemos quiénes son, ni de dónde sacan el dinero que prestan, ni qué hacen con el dinero que usurpan. No entiendo de cuentas por encima de mis posibilidades.

Mi nerviosismo se desata cuando veo que mi banco necesita dinero, a pesar de lo que me estafa, y el gobierno se lo da a cambio de que yo renuncie a la educación superior de mi hija, que han situado por encima de mis posibilidades, y tenga que pagar la mamografía, que mi edad me impone, para evitarle al sistema de salud un gasto mayor en caso de padecer de cáncer. Supongo que es imprescindible que los bancos no quiebren, como el resto de los mortales, porque son necesarios para que los inversores puedan manejar su dinero sin dejar rastro.

No entiendo de cuentas por encima de mis posibilidades, pero intuyo que el anonimato de quienes nos saquean responde a una necesidad imperiosa de ocultar que son muy pocas personas y un par de casinos tipo FMI. También intuyo que su identificación permitiría seguir el rastro de nuestro dinero y descubrir que estos tahúres lo desparraman en el mismo tapete verde donde se comercia con la muerte cambiándolo por fichas de armamento, transgénicos, petróleo, oro o patentes farmacéuticas.

Mis cortos conocimientos contables sólo me dan para comprender que lo que se nos presenta como crisis no es sino una estafa en toda regla. El gobierno hace de trilero a sueldo de la mafia inversora y nosotros somos los primos y las primas de su riesgo.

Clic sobre la imagen para escuchar la banda sonora de El golpe.