Felipe González: la casta

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Te lo dijo Krahe, Felipe: “Hombre blanco (tú) hablar con lengua de serpiente”. Yo te recomendaría pensar antes de hablar, pero intuyo que lo haces y eso me da miedo. Te he escuchado con desgana y pena durante las últimas semanas, desgana porque en 1986, gracias a ti, decidí no prestar mis oídos para que anide la mentira; pena porque estás devorando, como Saturno, a tus propios hijos. Tu lengua de serpiente acumula letal veneno en su ocaso.

Tu partido ha entrado en la recta final del proceso de descomposición ideológica que tú iniciaste en Suresnes, ¿recuerdas, o has perdido la memoria? Dijo un prebolivariano, José Hernández, en boca de Martín Fierro: “Muchas cosas pierde el hombre / que a veces las vuelve a hallar, / pero les debo enseñar / y es bueno que lo recuerden: / Si la vergüenza se pierde / jamás se vuelve a encontrar”. Y tú parece que la has perdido del todo.

Te posicionas con la ultraderecha al declarar, refiriéndote a Podemos (antes lo hiciste con IU y mucho antes con el PCE), que “una alternativa bolivariana sería una catástrofe”. Tú, jardinero de bonsáis, que conseguiste que España sembrara los votos de su esperanza en tu jardín y los secaste en un par de años. Debió ser duro para ti que Venezuela condenase a tu admirado y venezolano amigo Carlos Andrés Pérez, probable inspirador de los GAL. Duro ver que en Venezuela no quieren a su paisano Gustavo Cisneros a quién vendiste Galerías Preciados a precio de saldo como amigo tuyo que era.

Tu lengua viperina ha escupido, ¿con orgullo?, que “Soy de la casta política que puso en marcha el sistema nacional de salud”. Era tu obligación, ¡qué menos, Felipe!, aplicar mejoras al sistema que ya había, pero no lo era en modo alguno omitir otras con que tu otrora seductora lengua nos embaucó. Y lo hiciste. Descubrir que el eslogan “Por el cambio” se refería a sillones y no al sistema, una más de las similitudes entre PP y PSOE, fue una decepción y el inicio del creciente desapego ciudadano hacia vosotros, la casta.

Perteneces, Felipe, a la casta que puso en marcha la corrupción institucionalizada, la que militarizó España entrando en la OTAN, la que inició el cierre de empresas bajo el eufemismo de reconversión industrial, la que primero precarizó el trabajo introduciendo contratos basura y ETTs, la que puso la zanahoria de la formación ante los sindicatos y un largo etcétera, Felipe. Sentaste cátedra y creaste una escuela que aún hoy perdura. Mucho parecido con el PP para no ser lo mismo. El problema no son los votos que huyen de vosotros, el problema sois vosotros: la casta.

Eres uno de la casta que maneja el estado como su cortijo infectándolo de clientelismo y nepotismo, Felipe. De tu época es Fondo Formación, empresa que acogió a Eduardo Madina y a miles de militantes socialistas y de UGT en toda España y que hoy, reconvertida en FAFFE, está en el huracanado ojo de los manejos de la Junta de Andalucía con los fondos para formación y el paso de miles de personas sin oposición a la categoría de personal laboral de la Junta de Susana Díaz, que no de Andalucía. Ésa es la casta, Felipe, tu casta.

Hiciste que España te creyera, que creyera en un partido de obreros descamisados y dirigentes con chaqueta de pana ¡y qué poco duró la magia! Ahora eres uno de los reyes de la puerta giratoria, uno más de la casta que sigue manejando lo público para sus intereses privados a través de barones y sucesores de partido, de ahí tu alergia a primarias abiertas. Hazte un favor y otro mayor a tu partido: no sigas arrastrando tu sinuoso, siseante y sibilino cuerpo por el escenario político español. La calle, hace décadas, dejó de admirarte, no hagas que te desprecie.

Si ahora parece que hay una izquierda en movimiento, pregúntate, Felipe, qué hiciste tú para desmovilizarla. Si abandonas la izquierda, el siguiente paso te conduce a la derecha y ahí estás tú, Felipe, desde Suresnes.

En franquismo no hay recortes

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“Ejemplar” fue la etiqueta para vender en su momento el tránsito de una dictadura a otro sistema político por el hecho de que la operación se realizó sin sangre, sin enfrentamientos civiles o militares, sin que se alterase el pulso cotidiano del país. Causó asombro y admiración la Transición española, más en el interior que en el exterior del país, más en una población aún temerosa que en los círculos del poder donde se habían diseñado las formas y contenidos que a continuación fueron bautizados como monarquía parlamentaria, dos conceptos antitéticos de compleja racionalidad.

La ausencia de violencia fue la más notoria señal de que la sociedad seguía atenazada por el miedo a revivir uno de los capítulos más negros de su historia, tan reciente que muchos de sus artífices seguían en activo. Se ofreció una amnistía como sucedáneo de un perdón catárquico e imprescindible que fue hurtado a la ciudadanía y que nunca llegó siquiera a plantearse. El juego de los miedos se impuso sobre el juego de la paz con operetas de ruidos de sables cuya puesta en escena contribuyó a asentar la monarquía, en el imaginario colectivo, como salvadora de la patria.

Los poderes económicos del franquismo se situaron en la base económica de la democracia y parte de la clase política curtida en las cortes franquistas continuó su papel en los escaños surgidos de las urnas. Figuras franquistas ocuparon las listas electorales de Alianza Popular (Fraga, Fernández de la Mora, Silva Muñoz, Martínez Esteruelas, López Rodó o Licinio de la Fuente) y las de UCD (Adolfo Suárez, José María de Areilza, Pío Cabanillas, Abril Martorell o Martín Villa), un aviso de que los jinetes de la dictadura seguían cabalgando en España.

La mayor contribución a la modélica Transición fue la renuncia del PSOE a su ideología y la firma del armisticio por parte del PCE para aceptar una monarquía impuesta por Franco como forma de convivencia. Lo dífícil estaba hecho: el franquismo se trasladó de las Cortes Españolas al Congreso de los Diputados y se mantuvo oculto en la formalidad democrática durante décadas, justo hasta el momento en que las heridas abiertas por la dictadura solicitaron cicatrizante para limpiar cunetas y fosas comunes. Hubiera sido ejemplar un gesto solidario para consolar a miles de familiares de represaliados que han sido ejemplares solicitando únicamente un lugar donde llorar. Hubiera sido ejemplar y democrático. Hubiera.

Es a partir de ahí, de considerar como afrenta recordar a un muerto, que el silencio se ha roto por parte de quienes ya no dudan en reclamar el Glorioso Movimiento Nacional como auténtica raíz de la planta que ha mantenido vivo algo más que su recuerdo. El Partido Popular y sus medios de propaganda han llevado a cabo una estrategia siniestra y vergonzante. Primero, la aceptación silenciosa de la democracia como disfraz; luego, marcar a la ciudadanía como “enemigo comunista y radical»; y ahora, la eclosión franquista de Nuevas Generaciones y de no pocos cuadros del partido con el incondicional apoyo de la nueva prensa del Movimiento.

La oposición radical por parte del Partido Popular a la Ley de la Memoria Histórica y su defensa a ultranza de la permanencia de símbolos franquistas en el decorado de la convivencia adquieren su siniestro y verdadero significado ahora. No se trata de que esta Ley abriera heridas del pasado, sino de que pudiera cerrarlas digna y definitivamente, cosa que parece molestar al amplio segmento franquista del PP desde el momento de su publicación en el BOE. El PP necesita esos símbolos y esas heridas abiertas como aviso a navegantes, como una ventana de los horrores abierta al pasado que la modélica Transición no quiso cerrar.

La orgullosa e impune exhibición de banderas y saludos fascistas, la criminalización y la represión de la sociedad simplemente por opinar de forma diferente a ellos y las palabras de algunos de sus cargos públicos, son el pus que infecta la herida nunca cerrada en una sociedad, la española, que se creía en democracia y está comprobando que ésta no goza de buena salud. El peor de los síntomas son las justificaciones del aparato partidista que nos gobierna y su cierre de filas en torno a la defensa de la memoria de una impune dictadura asesina.

Enésimo sepelio socialista

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Antes de que las almas mortales de la ciudadanía embarquen, sin moneda bajo la lengua, en la barca de Caronte, posiblemente tengan la oportunidad de asistir al enésimo entierro del socialismo español. Desde 1879, el PSOE ha caminado por la historia con irregulares pasos forzados por la presencia de una “S” en sus siglas a modo de molesta china en su calzado ideológico. Se podría pensar, por las huellas de su histórico caminar, que el socialismo nunca ha prestado comodidad a la horma de un partido socialista en España.

En su infancia, tras constituirse la Internacional Comunista, parte de su militancia sintió la incomodidad de la china y fundó el PCE en 1921, primera demostración de que el socialismo español tenía principios y de que, si no gustaban, tenía otros. Durante la dictadura de Primo de Rivera, el PSOE zurció los rotos sociales de un golpe militar a cambio de cooperar para asegurarse un puesto en la carrera electoral que le llevó a ser el más votado en 1931. Su idilio con el poder le llevó a tratar a sus votantes como segundo plato y éstos, queridas desdeñadas, le retiraron su apoyo en 1933 y se deslizaron bajo las oscuras sábanas de la CEDA. Fue su estreno como protagonista de su propio entierro, aunque, ateo nominal, siempre creyó en la resurrección eterna.

Su juventud estuvo marcada por otro golpe militar que sepultó sus principios y diseminó a su militancia entre repletas cárceles, anónimas fosas, exilio internacional y cunetas nacionales. El exterminio franquista hizo que el socialismo se inhumase en vida para esperar, con la paciencia, la resignación y el miedo como equipaje, a ver pasar el cadáver de la dictadura y, sólo entonces, emerger de la tumba de silencio en la que permaneció inactivo durante cuarenta años.

Ya adulto, el PSOE despertó de su letargo voluntario, estudió el panorama que ofrecía la muerte del dictador, buscó en el armario el disfraz descamisado de vaqueros y chaqueta de pana y, antes de nada, sacó la molesta china del zapato en su congreso de Suresnes. Felipe González eliminó el socialismo de su ideario, manteniendo la “S” como cebo eficaz para exiliados y familiares de represaliados, y alteró a gusto, tras su victoria, el menú de sus principios: posicionamiento ante la OTAN, privatizaciones, contratos basura, corrupción, GAL, etc. facilitaron un nuevo entierro del socialismo español oficiado por Aznar.

Durante el velatorio, más que debate hubo intercambio de chascarrillos y fruto de ello fue someter su cadáver a una sesión de tanatoestética que culminó con la fugaz instauración de primarias para elegir candidatos. Perdieron los oficialistas, los barones, y ganó Zapatero. El pueblo, la calle, tuvo que gritar para que el socialismo desorientado avistase un sendero que sus torpes pasos no alcanzaban a encontrar. Y ganó el bisoño Zapatero para pagar la novatada y las culpas de su partido.  Las últimas elecciones supusieron un nuevo velorio, un mismo cadáver y un nuevo entierro para un partido que ha vuelto a abandonar, con políticas liberales y adornos populistas, el socialismo.

Suprimieron las primarias y, con el dedo, designaron a un joven y desconocido político, de nombre Alfredo, como candidato. Ahora, en una senil madurez intranquila, el anciano Rubalcaba propone cambiar el nombre al partido que seguirá manteniendo la “S” a pesar de que casi nadie en el PSOE recuerda su significado. El partido es un apetecible holding, como el PP, que genera empleo y distribuye riqueza entre sus cúpulas. Este partido, que tantas veces ha negado ya sus raíces debe regenerarse y desprenderse del tejido putrefacto acumulado sobre su obsoleto cuerpo.

Ningún viento es favorable para quien no conoce su destino.