Escucho, con miedo en el cuerpo y temor al futuro inmediato, que el Gobierno de España ha abierto la mano confinadora. Espero que haya sido por consejo sanitario y no por el ruido interesado de las sectarias oposiciones ajenas y propias, externas e internas. Da miedo la calle hoy, como los dos últimos meses: mascarillas y guantes por el suelo, gente sin mascarilla ni distancia, y esa mierda de banderas utilizadas en balcones y bozales como símbolo de afirmación neofranquista.
Han sido implacables, y lo siguen siendo. La extrema derecha y la ultraderecha españolas han vuelto a dar la nota discordante en un mundo mayormente civilizado a cuenta de la pandemia. “Spain is different”, “Spain is abnormal”. El planeta todo ha combatido contra un virus desconocido y global, todo menos los cafres de Vox y del PP, que han preferido y prefieren combatir a la democracia, como Orban, Trump y Bolsonaro.
La nueva normalidad española será una prolongación de la histórica anormalidad de esas derechas que no asimilan la democracia, que no la aceptan. Y al decir derechas, no me refiero sólo a los tumores peperos y voxeros, sino a la metástasis que extiende el cáncer a una preocupante porción de la Justicia, de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado y de los medios de comunicación.
La nueva anormalidad está servida. Es la vieja normalidad. No tan vieja. Una parte importante de la Policía Nacional (JUPOL) evoca a los grises del blanco y negro. Algunos miembros de la Guardia Civil, de servicio en las cloacas, vuelven a recordar a la del Crimen de Cuenca o a la del Caso Almería. No pocos magistrados y magistradas mantienen viva la memoria del Tribunal de Orden Público. Y la prensa rememora los trozos de periódico colgando de un alambre junto a la cadena de la cisterna, sobre la letrina.
Tanto grito, tanto aullido, tanto exabrupto y tanta mentira disparatada de las derechas responden a dos objetivos: tapar sus vergüenzas y echar un pulso golpista a la democracia. Como matones de colegio, como sicarios mal pagados, como hampones de medio pelo, prefieren víctimas frágiles, débiles, indefensas, para subvertir el orden. ¿Qué mejor víctima para acuchillar por la espalda que quien ha logrado controlar al Covid–19?
Si se compara la respuesta a la pandemia con la del resto del mundo, Fernando Simón, el ministro Illa y el Gobierno obtienen aprobado alto, casi notable. Si se hace con la de los gobiernos autonómicos, la nota sube uno o dos puntos. Y si se mide con la actitud de las derechas políticas y sociológicas, el cum laude está garantizado. ¡Qué vergüenza ver a Ayuso y a Torra compitiendo por destacar como lo peor de la clase y del colegio! ¡Y qué miedo ver a Casado y Abascal afilando navaja!
De entrada, España ha tenido que combatir una pandemia global con el demoledor lastre de una sanidad recortada, saqueada y privatizada por gobiernos de todas las derechas y alguno que otro del PsoE. Las carencias sanitarias no son fruto de seis meses de gobierno de coalición, sino el producto de décadas de gobiernos de la derecha neoliberal, corrupta y mafiosa española. Los ancianos ejecutados en residencias son víctimas de los mismos pelotones neoliberales que fusilaron con el PP a pacientes de hepatitis C.
El maltrato contractual y laboral a profesionales del sector sanitario es la continuidad de las políticas llevadas a cabo por voraces alimañas como Aznar, Rajoy, Mato, Aguirre, Feijoo, Camps, Mas y otros. Hoy siguen sus pasos Ayuso, Moreno Bonilla y López Miras, fulgentes neoliberales de la ganadería FAES. Las cacerolas del odio han hecho dar la espalda a los aplausos por gran parte de la población. Hoy los aplausos se dirigen a los camareros para que sirvan otra ronda con la que olvidar el confinamiento, el sacrificio de los “héroes” y la amenaza del Covid–19 con la que se nos condena a convivir.