A mediados de los 90, Franz Fischler, comisionado europeo de Agricultura, nos hizo comprender por ley que en Europa sobraban cosechas, sobraban vacas y sobraba soberanía alimentaria. Los españoles arrancamos sembrados y dejamos de criar ganado para satisfacer las necesidades de Carrefour o de Alcampo y pagar más dinero por productos de menor calidad. En cambio, continuamos regando y amamantando a todos los eminentes comisarios europeos, y a sus marionetas nacionales, que sí sabían lo que había que hacer para velar por nuestra salud y los intereses de los grandes grupos de distribución alimentaria.
Nos alimentamos desde entonces con agua blanqueada y carne mitad animal, mitad polímero, aderezadas con esperanzas diluidas la primera y con salsa de optimismo la segunda. Mientras tanto, nuestros cuerpos engordaban artificialmente al mismo tiempo que proliferaban las grandes superficies como malas hierbas que se comieron en poco tiempo la calidad natural y destrozaron el comercio local y su aportación a la economía nacional. También han destrozado, en parte, la dieta mediterránea.
Pasado un tiempo, tuvimos la gran suerte de que la diosa Ceres nos visitara encarnada en la figura del Presidente Aznar y, como diosa de la agricultura, nos iluminase con su sabiduría: cada español se afanó en sembrar, regar, abonar, cosechar y recolectar los frutos que el ladrillo dejó sobre nuestros campos, otrora verdes y aromáticos. Como en la Biblia, disfrutamos de siete años de vacas gordas y ahora sufrimos el mismo castigo que el faraón egipcio, viendo cómo las vacas flacas se comen a las gordas y, de paso, las gallinas, los conejos, las ovejas, los pavos, las cabras… sólo parecen salvarse los cerdos.
En vista de que nuestros gobernantes financieros, nuestros gobernantes europeos y nuestros gobernantes nacionales, autonómicos y locales nos están haciendo pagar por sus propios pecados, al pueblo no le queda más remedio que sobrevivir buceando en los remedios tradicionales y aplicando arcaicas pero efectivas recetas de eficacia contrastada a lo largo de la historia.
Una de estas recetas, la más milenaria de todas, son los huertos. Simple como plantar y cuidar una semilla hasta recoger el fruto con que satisfacer nuestras necesidades.
Nuestra generación y las siguientes, saturadas de tecnología y deficitarias en saberes populares, tienen una oportunidad de recuperar parte de la soberanía alimentaria enajenada por la Europa de los mercaderes hace dos décadas. Empiezan a funcionar en muchas ciudades huertos urbanos practicados colectivamente en solares hoy abandonados por el ladrillo y la especulación inmobiliaria como juguetes rotos. Grupos de vecinos se organizan y, asesorados por los pocos agricultores que van quedando, crean unos huertos comunitarios a los que dedican parte del tiempo que antes evaporaban dando vueltas en los centros comerciales como forma de ocio consumista.
El escepticismo y la ignorancia hacen que, al principio, sean la comidilla de convecinos y allegados que se mofan de la ocurrencia y aguardan su fracaso como única vía posible para tan extravagante experiencia. No comprenden estos convecinos el disfrute que puede proporcionar un día moviendo tierra o recogiendo patatas con los dedos despellejados, la espalda dolorida y el Sálvame de Luxe abandonado. No comprenden los allegados por qué ese afán de colgar en las redes sociales fotos donde se muestran sucios de tierra y sudor en medio de un ridículo sembrado en el que no se vislumbran flores ni de papel. Tampoco comprenden, unos y otros, que le llamen a eso “echar el rato” en lugar de “trabajar” y que no ganen dinero a cambio; para casi todo el mundo se trata, sencillamente, de “perder el tiempo”.
Tras las primeras cosechas, dan a probar los frutos de sus huertos a parte de sus escépticos vecinos y familiares. El bocado a la manzana, el olor a pepino y el sabor a cebolla son brutales y, como una poción mágica, ejercen un efecto vigorizante sobre el vecindario y los propios aprendices de hortelanos. Las cantidades recolectadas y repartidas, insignificantes para Mercadona, son vistas como tesoros por propios y extraños, llevando a los nuevos hortelanos a preguntar por técnicas de conserva para prolongar el disfrute de tales manjares.
Cada vez son más quienes quieren participar de estas experiencias y cada vez crecen un poco más los terrenos dedicados a la práctica agraria urbana.
Cada vez son más quienes comprenden el concepto de soberanía alimentaria y cada vez son más quienes discuten la calidad de los productos y los precios ofertados por las grandes superficies.
Cada vez somos un poco más personas y menos mercancías.