Votar, no votar o ¿qué votar?

bicicletaEl optimismo exige cada día mayores dosis de ceguera, excepto en el caso de que sea usted alguien que disfruta con la desgracia ajena. Ya sabe… banquero, consejera de Endesa, ejecutivo de Telefónica, fabricante de armas, presidenta de multinacional… gente hecha a sí misma con la mochila de los escrúpulos completamente vacía y sus cuentas corrientes al borde de la saturación. Esta gente, que ha aprendido a cumplir sus objetivos renunciando a su humana condición como premisa indispensable para alcanzar la felicidad, sueña con figurar en la lista Forbes.

Son el tipo de gente que reparte granos de optimismo calculados, dosificados, a esa sociedad de la que extraen, por cada grano, montañas del milenario oro llamado plusvalía. Son insaciables y pretenden ser invisibles llamándose mercados. No le dé más vueltas, abra los ojos si aún no se los han sacado, mire a su alrededor: son ellos y ellas, apóstoles de la codicia, quienes gobiernan y mandan. O mejor no mire, para evitar la pulsión de tomar las armas: muy poca gente lo entendería y sería usted víctima de la sospecha ciudadana.

Más reales son los personajes que aparecen en los medios, en carteles, folletos o farolas, los que asaltan los buzones como candidatos a los que usted votará y que gobernarán a capricho de los anteriores. A estas alturas, la estafa, la reforma laboral y la recuperación han barrido el optimismo de la mayoría social. Como ejemplo, el pacto entre patronal y sindicatos para subir el 1% unos salarios devaluados entre el 10 y el 40% es una broma de mal gusto. Para Báñez y Rajoy es motivo de optimismo, para patronal y banca de orgullo y satisfacción por la reforma laboral impuesta y para Toxo y Méndez debería ser motivo para el exilio.

Desde el 15M los focos alumbran a la corrupción como problema estrella de la política española. Que PP y PSOE sean completos catálogos de chorizos y chorizas con mando en plaza no debiera preocupar más allá de la inverosímil querencia de la mayoría de los españoles a ser robados y estafados con el aval de sus votos. Rajoy, Aguirre, Chaves o Griñán escurren el bulto de forma burda y zafia, declaran incorruptos a sus partidos y la ciudadanía los sigue votando casi en masa. Esto sería inconcebible, patológico, si no estuviésemos en España.

La verdadera corrupción, la que debiera hacer saltar las alarmas, son las políticas practicadas por ambas formaciones en contra de los intereses del pueblo. Zapatero y Rajoy disfrutaron de un orgasmo simultáneo al modificar la Constitución para bendecir el robo de los “inversores”. Ahora que están en campaña, no les importa hacer el ridículo como llevan haciendo cuarenta años: mintiendo a boca llena. Da grima ver en bicicleta, promocionando la energía sostenible y la vida saludable, a las mismas y los mismos que penalizan el panel solar y subvencionan a la industria del automóvil como no han hecho con cualquier otro sector productivo.

Para calmar ánimos, en exceso calmados, la Europa de la banca y del mercado se ensaña con la Grecia que ha votado una opción menos rentable para ellos. La memoria es fugaz y ya nadie quiere recordar que la corrupción griega es siamesa de la española, iniciada por los Coroneles (aquí un Generalísimo) y rematada por liberales y neoliberales (aquí PSOE y PP). Las dictaduras militares y los gobiernos civiles siempre han salido de la cocina capitalista global y ahora, con una manzana en la boca, nos preparan para asarnos en la parrilla del TTIP, el culmen de la corrupción a gran escala.

Hoy que lo de Podemos va quedando en gatillazo, que IU ha vuelto a caerse de la cama y que Ciudadanos aporta al burdel patrio chulos frescos con los proxenetas conchabados, votar está muy complicado. El “que se jodan” de Andrea Fabra es el grito de guerra de los mercados, el que mejor define la pesimista realidad española: si les votamos, nos jodemos y, si nos abstenemos, también nos jodemos. Por primera vez en mi vida, no lo tengo claro. ¿Sería una opción votar lo que más les joda a ellos?

Vivir para trabajar para vivir para

trabajarVivir

No hay que tener el título de abuela o de nieve el cabello, como dice algún cursi o poeta, para contar a cualquier joven historias llenas de pasado y ofrecerlas como plan de futuro, como un deseo mágico. Son historias simples, personales pero mundanas, casi universales, las que hablan del tiempo como el bien más preciado al que puede aspirar una persona. A la suma de todas las gotas de tiempo que nos empapan la solemos llamar con un nombre lleno de segundos, se primaveras, de otoñales días, de años, de lunas soleadas y también de inviernos y ocasos. La llamamos Vida.

Se desconoce en qué momento de la historia, de las vidas secuenciadas de toda la humanidad, se produjo el seísmo social que derribó lo natural para imponer el artificio como modo de vida. Unos dicen que es cosa evolutiva de los “sapiens”, otros iluminan con mitologías diseñadas con miedos divinos y todos se rinden al alejamiento de la naturaleza y a la pérdida de la libertad. La libertad tal vez sea, consustancial a la biología, una cuestión de tiempo. El tiempo debe ser libre o no es.

El “sapiens” lee en el diccionario “ocio: 2. m. Tiempo libre de una persona” como un mensaje secreto escrito en una postal que carga con la sospecha de ser un epitafio. Lo lee y piensa de inmediato en la brevedad de su tiempo libre, acosado por el tiempo no-libre que puebla la mayor parte de la vida. Piensa el “sapiens”en lo contrario de lo que lee, lo busca y lo encuentra: “negocio: (Del latín negotium [nec otium]: ‘sin ocio’) 1. m. Ocupación, quehacer o trabajo”.

Ahí está la clave, en el trabajo como consumidor de tiempo, como medidor de vidas para trocarlas por un oro cuyo valor debiera ser insignificante comparado con tiempo y vida. Ahí está el negocio, en privar a la humanidad de sus bienes más preciados. Se podría hablar a un joven cualquiera de tiempos dorados en que un tercio del tiempo, ocho horas, era el pago para disfrutar de los otros dos tercios, el tiempo libre. En un país tan cercano como España, en un tiempo tan lejano como puedan ser dos legislaturas, la palabra temporalidad era apenas un sarpullido social, hoy cáncer terminal.

Trabajar y vivir son los dos extremos del péndulo dialéctico que oscila sobre la preposición “para”. La clase política se afana en conseguir que las personas acepten cabizbajas que la única opción es vivir para trabajar y la ciudadanía, en cambio, sólo aspira a trabajar para vivir. La reforma laboral del Partido Popular ha destruido la linde que separaba el ocio del negocio perfilando la difusa frontera de la temporalidad esbozada por el PSOE en los años 80. Se puede contar a un joven cualquiera la hermosa historia de los contratos indefinidos que permitían construir una vida de ocio alrededor de la participación en negocios que eran cosa de dos: empleado y empleador.

En este contexto de robo generalizado de tiempo ajeno se conoce el horario de entrada al tajo, pero no el de salida, la cuantía mínima del salario, pero no el valor de mercado del trabajo realizado. Llaman competitividad a las prácticas esclavistas reproducidas en una Europa supuestamente libre y pretendidamente moderna, social y emancipada. Llaman recuperación a la concentración de dinero en muy pocos bolsillos, a punto de estallar porque ya más no cabe en ellos.

Se escucha a la ministra Báñez o al presidente Rajoy hablar de creación de puestos de trabajo y un joven cualquiera piensa en setecientos euros a cambio de olvidar que el reloj marca sus biorritmos con sus necesarias pausas. Habría que narrar a esa juventud los esfuerzos que llevaron a disfrutar unas consensuadas condiciones laborales que permitían vivir y trabajar al mismo tiempo, construir sobre el presente los proyectos del futuro y mirar al pasado para no repetir los fracasos. Se podrían contar a un joven cualquiera que las cosas eran muy diferentes hace tan sólo cuatro eternos años y que la justificación neoliberal forma parte de una premeditada estafa a la Libertad y a la Vida, a la vida en libertad.

Madrid-Caracas: ida y vuelta

venezuela

La campaña mediática e institucional desatada sobre Venezuela llama a la reflexión. Hay cosas de Venezuela que no me gustan desde mucho antes de esta campaña y otras muchas que sí me gustan y que no aparecen en ella. Me disgusta que sea España, su periodismo y su diestra casta, la que utilice a Venezuela para desactivar a la oposición interna. Me preocupa que este interesado discurso falsario cale hasta la médula en el español medio tabernario.

Han conseguido, martillo pilón, dibujar sobre el chavismo, ganador en 18 de 19 elecciones avaladas por observadores internacionales, rasgos dictatoriales. Me disgusta que se reprima a quienes exhiben símbolos contrarios a un jefe de estado, sentado en el trono por un dictador, que no ha ganado una sola elección y que está exento de pasar tan democrática prueba. El presidente venezolano se lo tiene que currar, y eso me gusta, para mantenerse en el poder o pasar a la oposición. El rey y la princesa Leonor, no.

Se le reprocha a Maduro que encarcele a opositores, cosa que me disgusta, desde un país que encarcela de forma ejemplarizante a quienes piensan en voz alta y en público de manera diferente al gobierno de la ley Mordaza y la ley de Partidos. Me disgusta que dé lecciones de democracia y de derechos humanos un país que ha abolido la Justicia Universal, que no condena el franquismo y que saca una moneda de curso legal que consagra como de paz 40 años de terror.

No me gusta que las élites venezolanas desabastezcan al pueblo para provocar su indignación contra el gobierno, y tampoco que las élites españolas se apropien de lo público con la complicidad del gobierno. Me gusta que, en lo que va de siglo XXI, la pobreza haya pasado del 49 al 27% de la población venezolana y me disgusta que España, en los últimos tres años, haya emprendido el camino inverso. Me gusta que la desnutrición venezolana haya pasado del 13,5 al 5%, el desempleo del 16 al 7% y que la UNESCO haya declarado a aquel país libre de analfabetismo. Me horroriza que la democracia española esté consiguiendo justo lo contrario.

Venezuela y España están hermanadas por oligopolios mediáticos que se vuelcan en denostar a la primera y encubrir las miserias de la segunda. Se echaba en cara a Chávez el uso de la televisión como elemento de propaganda, cosa que no me gustaba, y resultó un aprendiz comparado con lo que el PP ha hecho y hace con las televisiones públicas de España. Populismo llaman a Maduro y el pajarito, a Báñez y la virgen del Rocío. La prensa no es libre ni aquí ni allá y es la de España, sin duda, la más manipuladora y manipulada.

No me gusta un país que financia a partidos extrafronterizos. No me gustó la presencia de Carromeros en Cuba, ni las asesorías de Felipes González o Aznares a los Capriles de Hispanoamérica. No me gustan los países que apoyan dictaduras como la marroquí, la saudí o la guineana. No me gustan los países que flirtean y condecoran a dictadores como Pinochet o Videla. No me gusta que el dinero secuestre democracias y, en este sentido, no me gustan mis gobernantes, no me gusta mi país. Me gusta la utopía de que sea el pueblo quien gobierne España.

Me gusta que la dignidad de los pueblos latinoamericanos rechazara el Tratado de Libre Comercio de las Américas y escapasen del imperio norteamericano, ni Obama lo ha perdonado. La dignidad tiene un precio y Venezuela ha sido declarada enemigo público de USA, por su rebeldía y porque hasta EEUU se ha creído que es el modelo de la oposición al neoliberalismo europeo. Me disgusta y me horroriza que Europa haya caído en la sima de la indignidad permitiendo que las élites mercantiles y financieras, americanas y europeas, pacten en secreto, de espaldas a la ciudadanía, el TTIP, el tiro de gracia a la democracia.

Una diferencia a tener en cuenta entre Venezuela y España es que allí, para gobernar por decreto, el presidente pide permiso a la Asamblea Nacional. Aquí se hace sin permiso del Congreso, sin consenso, por la cara. ¿Venezuela o España? ¿Madrid o Caracas? Ni tan sucia ni tan limpia, ni tan dictatorial ni tan demócrata. O pueblo, o dinero: es lo que las separa.

La prensa tenía un precio

kane

En una sociedad fisgona, cotilla, chismosa y lenguaraz, una noticia de muerte por infarto gana enteros si pormenoriza deudas, amantes, delitos o pecados ajuntos al cadáver. Lo accesorio sobre lo esencial, el hábito sobre el monje, la realidad bajo el qué dirán, definen a una sociedad consumida en la hoguera de sus vanidades. Construir los principios, valores y normas que articulan la convivencia es tan imprescindible como inconveniente si su andamiaje no es de fiar.

La ciudadanía se asoma a múltiples ventanas para contemplar la realidad, cada una con sus peculiares cristaleras, cortinas y persianas elegidas en el mercado de la información. Prensa, radio y televisión sirven diariamente la realidad sin renunciar a elevar lo accesorio a la categoría de noticia y supeditan su supuesto servicio público a un crematístico servicio empresarial. Cada medio busca un público al que informar, conformar y deformar.

Independencia y compromiso son dos ventanas a pique de ser tapiadas en el acutal periodismo. Hoy, las empresas editoriales eligen el vestido para las noticias en los armarios que sus sostenes financieros, políticos y publicitarios ponen a su disposición. Orson Welles construyó un relato a partir de la carrera de Charles Foster Kane en la industria editorial desde el idealismo y el servicio social hasta la mera obtención del poder. Fue el ocaso del Cuarto Poder.

Cercenada la independencia por los ingresos, los medios arrastran su credibilidad por los suelos crediticios y publicitarios donde, con nítida evidencia, la propaganda intoxica las noticias. Diarios como ABC o El País, referentes de prensa partidista ideológicamente comprometida, han convertido la objetividad en opinión y propaganda. Así lo han ordenado sus inversores, es el deseo de sus anunciantes y así el gobierno lo demanda.

En un país donde la sospechosa mediocridad adorna el currículum de, por ejemplo, Fátima Báñez o Susana Díaz, la prensa dependiente centra sus energías en el currículum de quienes representan un peligro para el PP o el PsoE, para la banca en última instancia. Es el último ejemplo, uno más, de comportamientos de la prensa faldera que redundan en su propio perjuicio, un harakiri mediático. La realidad se escribe con dinero y se ofrece retocada con palabras.

El ciudadano Kane cayó desde lo más alto sin llegar a imaginar que la prensa caería al negro y profundo pozo cavado a sus pies por los poderes político y financiero. Ni en sus más delirantes sueños cabría la imagen de un kiosko con el Banco Santander presidiendo las portadas de todos los periódicos generalistas y sus respectivas cabeceras interpretando el papel de anunciantes. El 28 de enero de 2015 tuvo lugar semejante pesadilla.

La merma de lectores que sufren los periódicos tradicionales se produce por su propio fracaso como medios independientes y de compromiso social. A ello se suma la aparición de multitud de medios digitales que escriben a pie de calle y conectan con el público en la medida de su independencia a pesar de compartir anunciantes con los primeros. Por el momento, los medios más jóvenes ofrecen una perla, la de la pluralidad, que hace tiempo desapareció de los viejos y obsoletos medios que compaginan el papel y las pantallas.

Dejen de crear empleo, por favor

poker

En 1982, el ilusionista Felipe González prometió crear 800.000 puestos de trabajo. En 1984, todavía existían sindicatos de clase en España, 8 millones de trabajadores (90% de la población activa) le hicieron una huelga general por abaratar los despidos y crear los contratos basura. En 1986, inició la reconversión industrial que desmanteló la escasa industria española y limitó la producción en sectores como el lácteo, la vid, el olivo y algunos más.

En 1996, Aznar, Rato y De Guindos arreglaron la economía española. Con la liberalización y desregulación del suelo y la vivienda, convirtieron a la mitad de los parados en opulentos albañiles y ávidos consumidores. En 2002 aprobaron un decretazo que recortó la protección por desempleo, facilitó y abarató el despido, universalizó la precariedad y fue declarado inconstitucional en 2007. España quedó embarazada de la burbuja de la crisis, preñada de estafa.

En 2004, Zapatero se dejó arrullar por la especulativa pujanza económica que colocó al país en la Champions de la economía mundial. En 2008, la burbuja rompió aguas y el desempleo golpeó como en ningún otro país. En 2010, implantó medidas para fomentar el empleo: más desprotección social, despido más barato y convenios colectivos en el cadalso del olvido. Su espíritu socialista y su vocación obrera le llevaron a reformar el artículo 135 de la Constitución, a mayor gloria del capital, de la mano de su socio bipartidista.

En 2011, Rajoy accedió al poder precedido por el aviso de Montoro a la portavoz de Coalición Canaria: “Que caiga España, que ya la levantaremos nosotros”. Bajo el auspicio de la Virgen del Rocío, Fátima Báñez diseñó, para crear empleo, una batería de recortes a trabajadores y pensionistas que resumió a la perfección Andrea Fabra: “¡que se jodan!”. Desde entonces, el paro se ha situado en máximos históricos y la calidad del empleo se asemeja a la del siglo XIX.

Tras los errores reconocidos por el FMI, la OCDE y el BCE en sus estimaciones macroeconómicas, ya nadie duda de que sufrimos una estafa. Ha quedado al descubierto el papel de las agencias de calificación como expertas crupiers que marcan la cartas para que la banca siempre gane. Sobre el verde tapete de la crisis, Barclays anuncia desastres si gobierna otro que no sea su PP o su PSOE, el BBVA sugiere que el trabajador se pague su despido, la bala con la que es fusilado, y el G20 felicita a Rajoy por su carnicería sin estallido social.

Crear empleo es la intención de la CEOE y sus satélites. Tras destruir millones de empleos, participar en las tramas corruptas y defraudar al fisco, tras el simbólico encarcelamiento de sus dirigentes, la patronal no está satisfecha aún. Le estorba, para crear empleo, el SMI, cotizar, la prestación por desempleo, la mujer embarazada, el horario decente, la jubilación, la prevención de riesgos, la baja laboral, el descanso y cualquier afeite humano y justo del trabajo. La patronal es reacia a crear empleo para malcriados españoles empeñados en comer a diario o disponer de techo, como si fuesen personas.

Cada vez que un político, un banquero o un empresario habla de crear empleo, está hablando de precariedad, explotación, pobreza y humillación, de ahondar la fosa donde yacen los derechos cívicos. Cada vez que se les oye, dan ganas de gritar ¡dejen de crear empleo, por caridad!