Inditex me aprieta el chocho

En el sumario de las noticias aparecieron, seguidas, tres de las noticias más relevantes del día: La prima de riesgo alcanza los 552 puntos, Amancio Ortega es el hombre más rico de Europa y el cuarto del mundo, y España vence a Irlanda por cuatro goles a cero.

Somnolienta en el sofá, a punto de irme a la cama, reviví en mi mente la última manifestación a la que asistí para protestar por los brutales recortes que me propina mi gobierno y por la indefensión a que la que me someten los bancos. Escuché en duermevela el eslogan coreado junto a mis amigas delante de los escaparates de ZARA, “la talla treinta y ocho me aprieta el chocho”, y recordé las sonrisas dibujadas en los rostros de quienes, ajenos a la mani, pasaban por la puerta del establecimiento, la misma sonrisa que lucía el guarda jurado que custodia la entrada para evitar los hurtos a la primera fortuna de Europa.

Esas sonrisas demostraban el conformismo social que permite a una cadena de moda jugar con los estereotipos hasta el punto de llevar a miles de chavalas al precipicio frustrante de la autocensura estética y al vacío mortal de la anorexia en muchos casos. La sociedad, pensé, no es consciente de que uno de los pilares de Inditex es el fracaso proyectado por unas tallas y un modelo de belleza que lindan peligrosamente con la inducción al suicidio mental en muchísimos casos y al suicidio corporal en algunos. Mis amigas y yo, que hemos hablado largo y tendido del asunto, gritábamos el eslogan con la rabia y la autoridad que otorga el hecho de ser mujeres y de comprender lo que supone la tiranía de la moda para nosotras.

Pasados los escaparates de ZARA, la manifestación coreaba el eslogan “somos humanos, no somos esclavos” y se me vino a la cabeza otro de los pilares que sustentan el Imperio Inditex. Recordé con rabia que, recientemente, el grupo empresarial del cuarto hombre más rico del mundo ha recibido denuncias por utilizar niños portugueses para coser sus zapatos o que el gobierno brasileño les ha denunciado por utilizar trabajadores peruanos y bolivianos en condiciones de esclavitud. No contentos con explotar a la población de países empobrecidos, también se han animado a hacerlo en Galicia, en su propia tierra, donde la policía desmanteló un taller clandestino de trabajadores asiáticos en condiciones infrahumanas.

La rabia creció alarmantemente al recordar que su vicepresidente José María Castellano defendió su imperio alegando que “En algunos países si quitas a los chicos de trabajar, es peor, es un problema para las familias y que les puede llevar a acabar en la prostitución, lo que intentamos es cambiar su entorno poco a poco y que trabajen y que, poco a poco, vayan el colegio”. Encima pretende hacernos creer que les hacen un favor para que nosotras podamos comprar sus productos a un precio razonable.

Siguiendo calle arriba, la manifestación coreaba “No a los desahucios” y “Tenemos derecho a vivir bajo techo” mientras pasábamos indignadas ante los escaparates de Massimo Dutti, Stradivarius, Pull&Bear, Bershka y Kiddy´s, todos comercios pertenecientes a la primera fortuna del mundo y situados en la principal calle de la ciudad, conocida como “la milla de oro”. Ahora, mi cerebro me repetía que el verdadero negocio de Inditex es la especulación inmobiliaria, pues adquiere locales comerciales en las zonas más caras del mundo a precios que no cuadran con los precios a que oferta sus productos. Una amiga me comentó que el verdadero negocio de Amancio Ortega es el ladrillo de oro.

Sobresaltada por el volumen de los anuncios que pasaban en la tele, me incorporé y me dispuse a irme a la cama. Camino del dormitorio, se me ocurrió pensar que la fortuna de este señor era superior al agujero dejado por Bankia al estado y que el sentimiento patriota que nos intenta vender el gobierno se reduce a identificarnos con Fernando Torres, Xavi o Iniesta para no pensar en lo otro. Mientras cepillaba mis dientes, consideré, por último, que, perfectamente, Amancio Ortega encaja en el perfil de eso que se conoce como inversores y que nos tienen la prima de riesgo por las nubes. Apañadas estamos entonces, me dije.

Fue mi último pensamiento.

No he pegado ojo en toda la noche.

Huertos urbanos comunitarios

¿Y si el verde logra comerse al gris?

A mediados de los 90, Franz Fischler, comisionado europeo de Agricultura, nos hizo comprender por ley que en Europa sobraban cosechas, sobraban vacas y sobraba soberanía alimentaria. Los españoles arrancamos sembrados y dejamos de criar ganado para satisfacer las necesidades de Carrefour o de Alcampo y pagar más dinero por productos de menor calidad. En cambio, continuamos regando y amamantando a todos los eminentes comisarios europeos, y a sus marionetas nacionales, que sí sabían lo que había que hacer para velar por nuestra salud y los intereses de los grandes grupos de distribución alimentaria.

Nos alimentamos desde entonces con agua blanqueada y carne mitad animal, mitad polímero, aderezadas con esperanzas diluidas la primera y con salsa de optimismo la segunda. Mientras tanto, nuestros cuerpos engordaban artificialmente al mismo tiempo que proliferaban las grandes superficies como malas hierbas que se comieron en poco tiempo la calidad natural y destrozaron el comercio local y su aportación a la economía nacional. También han destrozado, en parte, la dieta mediterránea.

Pasado un tiempo, tuvimos la gran suerte de que la diosa Ceres nos visitara encarnada en la figura del Presidente Aznar y, como diosa de la agricultura, nos iluminase con su sabiduría: cada español se afanó en sembrar, regar, abonar, cosechar y recolectar los frutos que el ladrillo dejó sobre nuestros campos, otrora verdes y aromáticos. Como en la Biblia, disfrutamos de siete años de vacas gordas y ahora sufrimos el mismo castigo que el faraón egipcio, viendo cómo las vacas flacas se comen a las gordas y, de paso, las gallinas, los conejos, las ovejas, los pavos, las cabras… sólo parecen salvarse los cerdos.

En vista de que nuestros gobernantes financieros, nuestros gobernantes europeos y nuestros gobernantes nacionales, autonómicos y locales nos están haciendo pagar por sus propios pecados, al pueblo no le queda más remedio que sobrevivir buceando en los remedios tradicionales y aplicando arcaicas pero efectivas recetas de eficacia contrastada a lo largo de la historia.

Una de estas recetas, la más milenaria de todas, son los huertos. Simple como plantar y cuidar una semilla hasta recoger el fruto con que satisfacer nuestras necesidades.

Nuestra generación y las siguientes, saturadas de tecnología y deficitarias en saberes populares, tienen una oportunidad de recuperar parte de la soberanía alimentaria enajenada por la Europa de los mercaderes hace dos décadas. Empiezan a funcionar en muchas ciudades huertos urbanos practicados colectivamente en solares hoy abandonados por el ladrillo y la especulación inmobiliaria como juguetes rotos. Grupos de vecinos se organizan y, asesorados por los pocos agricultores que van quedando, crean unos huertos comunitarios a los que dedican parte del tiempo que antes evaporaban dando vueltas en los centros comerciales como forma de ocio consumista.

El escepticismo y la ignorancia hacen que, al principio, sean la comidilla de convecinos y allegados que se mofan de la ocurrencia y aguardan su fracaso como única vía posible para tan extravagante experiencia. No comprenden estos convecinos el disfrute que puede proporcionar un día moviendo tierra o recogiendo patatas con los dedos despellejados, la espalda dolorida y el Sálvame de Luxe abandonado. No comprenden los allegados por qué ese afán de colgar en las redes sociales fotos donde se muestran sucios de tierra y sudor en medio de un ridículo sembrado en el que no se vislumbran flores ni de papel. Tampoco comprenden, unos y otros, que le llamen a eso “echar el rato” en lugar de “trabajar” y que no ganen dinero a cambio; para casi todo el mundo se trata, sencillamente, de “perder el tiempo”.

Tras las primeras cosechas, dan a probar los frutos de sus huertos a parte de sus escépticos vecinos y familiares. El bocado a la manzana, el olor a pepino y el sabor a cebolla son brutales y, como una poción mágica, ejercen un efecto vigorizante sobre el vecindario y los propios aprendices de hortelanos. Las cantidades recolectadas y repartidas, insignificantes para Mercadona, son vistas como tesoros por propios y extraños, llevando a los nuevos hortelanos a preguntar por técnicas de conserva para prolongar el disfrute de tales manjares.

Cada vez son más quienes quieren participar de estas experiencias y cada vez crecen un poco más los terrenos dedicados a la práctica agraria urbana.

Cada vez son más quienes comprenden el concepto de soberanía alimentaria y cada vez son más quienes discuten la calidad de los productos y los precios ofertados por las grandes superficies.

Cada vez somos un poco más personas y menos mercancías.

La crisis y el inmobilismo

A palabras sabias, oídos ciegos

La crisis de España hay que contextualizarla dentro de la crisis mundial que estalló (“hicieron estallar” sería más acertado) allá por 2007. Esta crisis global es un ajuste planificado por los anónimos agentes que mueven la economía mundial, agazapados como alimañas tras nombres indeterminados, y que pretenden hacernos creer que son inevitables y justos, como dioses que despliegan una plaga para castigar los comportamientos de los pueblos que no los adoran con suficiencia: “mercados” o “inversores” son los nombres con los que se autodenominan, banqueros y financieros son sus nombres para entendernos.

Europa sabe (a Merkel se lo dijeron hace décadas, pero lo calla) que hace tiempo que dejó de ser competitiva y que la única manera de volver a serlo es dotar a sus ciudadanos de la misma realidad que viven los productores en las economías asiáticas: miseria y pérdida de derechos, los conseguidos por los europeos durante más de un siglo a base de gritos y sangre en las calles.

La actual situación europea responde a esas reformas que los partidos liberales como PSOE, PP o CiU aplican en España y sus homólogos italianos, griegos o portugueses en sus respectivos países. Saben que conducen irremisiblemente al empobrecimiento y al deterioro humano, pero están dispuestos a llevarlos a cabo porque también saben que son la puerta para pertenecer a esa élite a la que el sistema neoliberal permitirá conducir Jaguars o disponer de mansiones y capital suficiente para poder ejercer la caridad con quienes, en silencio, continuarán votándoles. Como en la Edad Media, pero con voto.

La gente sale a la calle y los gobiernos, alarmados, contraatacan con las armas tradicionales de la porra, la pelota de goma y la manipulación mediática, lides en las que son consumados maestros y para las que disponen de los mayores arsenales. En esta suerte, el PP, a calzón quitado, revive con ardor y pasión un esplendor pasado que se puede resumir en el grito de su fundador “la calle es mía”, lanzado antes de su conversión demócrata. Hay que reconocer que tan eximio maestro ha dejado aventajados alumnos, lo cual da una idea de hacia dónde vamos.

La gente sale a la calle y protesta ante un gobierno y unos políticos que están abocados a no escuchar las justas demandas que colisionan frontalmente con las demandas de quienes les ordenan y manejan. El derecho a la salud, a la educación, a la cultura, a la vivienda, a comer, a la dignidad, a la libertad y a gritar (por poner algunos ejemplos) van en contra del derecho al mercadeo, al enriquecimiento, a la especulación o a la gran vida, que son derechos afines a esa inmensa minoría neoliberal que trata de convencernos día a día de que somos nosotros -el pueblo- quienes hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Mientras, esa minoría nos restriega por las narices multimillonarias indemnizaciones, inmorales pensiones, ilegales pelotazos, cotidianos amaños, injustificados sueldos y escandalosas prebendas sin ningún tipo de pudor porque, para eso, les hemos votado.

La habilidad de los partidos en el manejo de las masas llega al extremo de conseguir que la gente renuncie a pensar por sí misma y defienda con vísceras y gónadas las estupideces y sinsentidos que los aparatos de los partidos esparcen como virus desde sus medios de comunicación: los malos son los “otros”, los buenos somos “nosotros”, creando un dualismo casi perfecto que impide ver con claridad que ambos son lo mismo.

Esa politización cañí de la situación hace que parte del pueblo se lance contra quienes protestan en la calle, acusándoles -como les ordenan- de ser del PSOE o, peor aún, de izquierdas, sin escuchar las protestas. Esta parte del pueblo, si pensara dos segundos, vería que el comportamiento de quienes protestan es legítimo y digno, características de las que carecen quienes les manejan.

La suerte que tiene la sociedad de mucho sofá y poca calle es que, cuando se produce una conquista social, ésta es para todos: para quienes tienen el mala costumbre de luchar por sus derechos y para las personas de orden -como dios manda- que simplemente esperan a que otros les solucionen los problemas.