El mayor beneficio que depara la política no es el poder, ni la riqueza, sino esa castiza distinción de aforado que blinda a la cuadrilla de indeseables que medran en ella. Como muestras vergonzantes, el artículo 56.3 del cómic constitucional dice que “la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad” y el artículo 56.2 de la Ley Orgánica del Poder Judicial traslada al politizado Tribunal Supremo los desmanes de sus señorías. Como dijo el historiador romano Tácito, “muchas son las leyes en un estado corrompido” y, añado, poca la justicia.
Las conductas asociales de los próceres hispanos se producen al margen de la ética, el derecho y el pudor, a la sombra del sentimiento de impunidad que consideran natural como los césares romanos o la feudal nobleza. Este proceder no sólo contamina la necesaria Política, sino también la imprescindible Justicia de un estado democrático y de derecho. El pueblo recela y se indigna con razón cuando sus bocas farfullan que la justicia es igual para todos.
La legalidad alcanza histriónicas cotas de desprecio con la cadera senil de Juan Carlos Campechano I (“Lo siento mucho. Me he equivocado. No volverá a ocurrir”) o la tocata y fuga del carril bus de la condesa Aguirre. Pecados menores ésos, pero sintomáticos, en un país condenado al descrédito por Gürtel, Nóos, los EREs y cientos de rapiñas practicadas cotidianamente a imagen y semejanza de los Grandes de España. Es así en este estado cleptómano y sin derecho.
También concurren profesionales del despojo ajeno, de íntimos vínculos con esta casta de intocables, para quienes, no cubiertos por aforamiento, se expiden indultos y amnistías cuando no premios. La CEOE ha sido premiada con una reforma laboral a su antojo, la banca con un rescate público como es habitual desde el siglo XVIII y empresarios y banqueros disfrutan amnistías fiscales e indultos, sangrantes e inmerecidas gracias concedidas por indignos gobernantes.
Entienden los rufianes que es la inmunidad virtud inherente al escaño, coraza para la impudicia, condón judicial, licencia para delinquir. Al oprobio conductual, añaden verbal insolencia para encubrir afrentas, edulcorar decretos y amañar opiniones. El aforamiento es figura dolosa, lesiva y por ello injusta en una democracia, flagrante anacronismo que sitúa el estado español en el horizonte de imperios divinizados y monarquías absolutistas.
Cuando desde la opacidad consagrada se habla de transparencia, las bocas ejercitan la hipocresía y tratan de blanquear sepulcros con palabras estériles que los hechos desmienten. Nada más patético que un corrupto dando vuelta al calcetín de la prevaricación y el cohecho pensando que los agujeros sólo se aprecian por uno de sus lados. Nada más triste que un político jugando con el abecedario para poner nombre a sus ingresos. Nada más doloroso que ver al pueblo respaldando a este peligroso enjambre con votos y aplausos.
Se discute el número de aforados (¿10.000?), se debate quién lo puede ser, se deliberan los casos, se polemiza su aplicación y el pueblo brama, sólo el pueblo, por su eliminación. Ellos, los políticos profesionales, los del negocio público, los saqueadores, los benefactores y beneficiados del privado lucro, los aforados, sólo ofrecen sus tímpanos a lo que la oquedad de su conciencia les dicta. Ellos saben lo que se hacen, lo que trajinan, lo que maquinan, lo que enredan, y no renuncian a nada. A lo más que llegan es a condenar al ostracismo a jueces insumisos.