El chiste supone la salida de elementos reprimidos, como el sexo y lo escatológico, del inconsciente hacia la consciencia. Entre el chiste y el humor, una diferencia esencial es que el primero supone el afloramiento de elementos inconscientes a la realidad. El humor, en cambio, puede interpretarse de forma precisa como la negación de esa realidad que es superada y despreciada mediante la broma. Psicoanalíticamente, el “humor negro” es un ejemplo de la inclinación del yo a negar lo triste de la realidad.
La educación humorística de este país salta del surrealismo de vanguardia a la más retrógrada tradición: de Tip y Coll, Gila o Faemino y Cansado a Paco Gandía, Chiquito de la Calzada o Los Morancos. Este vaivén de los humores es una metáfora de la España reprimida cuyo subconsciente y su realidad viven una relación de amor y odio, de eros y tánatos, de filias y fobias de utópica conciliación. Es por eso quizás que, cuando un español ríe hoy, queda la duda de si reacciona ante una comedia o una tragedia.
Rajoy y sus sicarios mediáticos han rescatado la medieval tradición de hacer de los bufones y de las bufonadas una cuestión de estado. Por lo pronto, los episodios de censura de revistas satíricas en España homologan a este gobierno con cualquier dictadura bananera o talibán. A ello se suma la persecución de cómicos y, por último, la caza del chiste malo y rojo como prioridad política de calado opositor cuando el PP ha perdido el poder absolutista.
Tres años han estado los populares riéndose a mandíbula batiente, a carcajadas, de sus súbditos y, por el carácter contagioso de la risa, banqueros y patronal se han sumado a la tendencia de aflorar los sentimientos reprimidos en el subconsciente de la derecha. Sus ojos derramaban lágrimas de placer cada vez que recortaban derechos (“que se jodan” los parados) y lágrimas de amargura derraman los millones de ojos a los que han estafado y empobrecido los de tan fúnebres carcajadas.
Se ríe el presidente, pero no se entera de lo que pasa. La gravedad de la corrupción sistémica de todo el PP, menos dos o tres, y la gravedad de las políticas económicas e ideológicas aplicadas con desmesurado sadismo legislativo por el gobierno son causa del democrático castigo, corto se antoja, recibido en las urnas. El pueblo se ha hartado de que se rían de él con la insoportable suficiencia de rostros bronceados con dinero, melenas pringadas de rancia gomina y bolso Loewe «casual corruption che».
Ahora que no les votan más que sus fanáticos seguidores y algunos yonquis de la caverna mediática, recurren al miedo coceando el diccionario y proyectando su hasta ahora reprimido radicalismo violento de extrema derecha. Ya nadie ríe en este país: la escalada verbal de quienes gobiernan, sea un reprimido (o varios) ministro del Opus o una Thatcher frustrada con sobredosis de testosterona en los ovarios, son un peligro latente, una grieta en el edificio social.
El PP ha tocado generala, además de las pelotas y los ovarios de más de media España. Un tuit chabacano causa la dimisión de un edil, mientras la franquista genética –la del contubernio judeo masónico– de buena parte del partido del gobierno es una nimiedad que se premia con una presidencia nacional o autonómica. El PP y Mariano no han digerido y, lo que es peor, no han aceptado que el pueblo haya votado opciones distintas a la suya, diferentes al chantaje y al crimen de los mercados. Soportar con humor las acometidas radicales de la derecha, cada vez más agresiva, es señal de buena salud mental, pero conviene tener el cuerpo preparado para cualquier cosa. Son capaces. Históricamente lo han demostrado.