El cuento de la democracia

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En la Grecia clásica hubo algo parecido al concepto que ha llegado hasta nuestros días de lo que es democracia. Paseando por la historia, se ve que los grupos dominantes de cada periodo adaptaron a sus intereses las formas de lo que, para todos, es el modelo más adecuado para gobernar con el beneplácito popular. La cultura clásica ofrece también otros modelos que, despreciando al pueblo, multiplican el beneficio de quienes ejercen el poder: dictadura, monarquía, autocracia, oligarquía… por ejemplo. Éstos han sido y son los más practicados.

El concepto democracia se utiliza como cuento para satisfacer al pueblo, fábula adoctrinadora o música para amansar fieras. El pueblo cree importante su papel para quitar y poner alcaldes, concejales, senadores, diputados, presidentes y poco más, porque al rey lo sigue imponiendo Dios o la Ley del padre Mendel. La ciudadanía española vota cada cuatro años para apostar por dos selectos caballos de afamadas cuadras y algunos pencos corraleros que dan color a la carrera.

La infancia se hace mayor cuando deja de creer en cuentos, cuando la realidad golpea sus ilusiones y descubre que los Reyes Magos son camellos de El Corte Inglés. Gran parte de los españoles han descubierto que la democracia es un cuento y que siguen gobernando los mismos que en cada capítulo de la historia. La droga de las apuestas hace efecto en una mayoría que vota fiel a los dos vistosos corceles que sobreviven y se imponen por correr dopados.

Se ha descubierto el camelo de los Reyes Magos y el timo que supone un rey para una democracia. La realidad ha bateado brutalmente la inocencia democrática y la infancia votante ha visto a los votados llenarse los bolsillos con el dinero de todos y cómo sus promesas se evaporan en el engaño para satisfacer a los menos necesitados. Se tenía la intuición de que ningún político del bipartidismo gobernaba para el pueblo y hoy es una certeza.

La experiencia sudamericana sentaba en el trono de diversos países a virreyes empresariales o dictadores supervisados y aprobados por EEUU, por Wall Street. Cada vez que un país se desliga de los intereses del dinero y se ocupa del pueblo, se le cuelga la peyorativa etiqueta de república bananera. FMI, multinacionales, CIA, iglesia y diplomacia se encargan de “democratizar” a estos países recurriendo muchas veces a golpes de estado.

Hoy, en Europa, se ensaya el método sudaca para dar apariencia democrática a lo que no lo es. Las distintas constituciones, adaptaciones localistas del cuento del Pueblo soberano, llenan la boca de los gobernantes y llegan a los oídos de los gobernados convertidas en falacias. El derecho del pueblo a ejercer el poder, la democracia, se ha limitado a una papeleta cuatrienal que da derecho a los elegidos a hacer lo que otros les imponen.

La experiencia escocesa y el paripé catalán han dejado claro quién manda. La banca sin complejos, a calzón quitado, ha entrado en campaña y las agencias de calificación han advertido a Escocia y a Cataluña de ruina si el pueblo decide en contra de sus intereses. El PP bananero legisla y vende España a la empresa privada, la banca y la Conferencia Episcopal. El PSOE también: Susana Díaz ha plantado a los universitarios granadinos para salir en una foto con Ana Patricia Botín.

Lo llaman democracia y no lo es.

El wertdugo de la educación.

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La educación, arma de construcción masiva, vuelve una vez más al patíbulo de las Cortes acusada de ser presunta inductora del pensamiento libre y de ser colaboradora necesaria para el disfrute de la libertad sobrevenida tras la muerte de Franco. España ha asistido y sigue asistiendo a un debate continuo, y sin final a la vista, sobre la pertinencia de ofrecer educación universal, objetiva y aconfesional, a la ciudadanía. Es un debate secular al que no le han afectado ninguna de las transiciones vividas a lo largo de la historia, ni la transición del medievo al humanismo renacentista, ni la transición del franquismo a la democracia, ni otras transiciones intermedias.

El cuello de la educación vuelve a estar expuesto en el cadalso a los caprichos y juicios de cortesanos y torquemadas que debaten en profundidad el método para ajusticiarla nuevamente y discuten vivamente si aplicarle la soga, el garrote vil, el hacha o la guillotina. Nadie derrocha un gramo de sensatez, razón o caridad para defenderla, a nadie parece importarle su suerte, a nadie de los presentes en los hemiciclos gubernamentales, pues todos son cómplices de los sucesivos linchamientos que ha padecido en los últimos treinta años. La calle, sin embargo, se pronuncia en su favor y la defiende sabedora de que su condena supone la condena de la propia sociedad civil.

El nuevo abogado de la ignorancia y el nuevo fiscal de la oscuridad se aúnan en la figura de un siniestro ministro, surgido del averno neofranquista, de fauces afiladas, con aspecto de cabeza rapada, de cerebro rapado y acompañado de lobos con sotana y rosarios al cuello. Este personaje es el wertdugo sádico elegido por un gobierno de fusileros ideológicos para ejecutar la sentencia acordada desde hace más de una década por la FAES y la Conferencia Episcopal. Dios, Patria y Rey de nuevo, nuevamente la guerrilla de Cristo Rey. El muera la inteligencia no tardará en aparecer en las portadas de ABC o La Razón y el viva la muerte se corea ya en algunas tertulias de Intereconomía arropando el anuncio de españolizar a los catalanes como los falangistas arroparon las intenciones de Millan Astray de estirpar el cáncer de Cataluña y Vascongadas.

El rapto de la educación nada tiene de poético, nada que ver con los escarceos amorosos de Zeus con la joven y desprevenida Europa que narra la mitología griega. Antes bien, supone una violación social en toda regla y una mortal herida en el firmamento democrático español a cargo de un toro rabioso encarnado en un ministro que es la wertgüenza de la marca España. A nadie extrañe que recurra a la taurina testosterona, para autoafirmarse en sus ideas, quien proviene de la misma escuela que ensalzaba la muerte como valor superior a la inteligencia. De nuevo los rezos evaluables al mismo nivel que Pitágoras o Marie Curie. Otra vez la educación como lujo y no como necesidad.

La sentencia a muerte que ronda a la educación se ejecutará sumarísimamente sólo después de que el pueblo sin recursos sea torturado en los sótanos de una formación orientada a satisfacer las necesidades y los deseos de una oligarquía empresarial que ha dado a España hijos tan preclaros como Mariano Rubio, Mario Conde, Javier de la Rosa, Ruiz Mateos, Jesús Gil y una larga cadena de honestos emprendedores cuyo último eslabón oxidado es Díaz Ferrán. Estos personajes, a quienes el ministro ofrece el sacrificio de la juventud española, actúan ajenos a la muerte de Franco. Girando la letra inicial de su apellido, se puede actualizar el anuncio lloroso de Arias Navarro. «Españoles, Franco ha Werto».

Para la juventud de hoy, vuelve a cobrar plena actualidad la canción Días de escuela de Asfalto.

Excelente también para ilustrar la situación el tema Another brick in the wall de Pink Floyd.

El tren del susto.

El tren de España transita por las estrechas vías que la democracia construyó para que el pueblo saliera del monoraíl dictatorial que durante cuarenta años constituyó el único camino por donde podía discurrir el pensamiento de la ciudadanía. Las estaciones electorales mostraron, durante las décadas de los 80 y los 90, el ajetreo propio de quienes creyeron que podían elegir en libertad los destinos de sus vidas y, en este sentido, cada cual sacaba los billetes para emprender su viaje particular.

La pizarra de los destinos estaba repleta de opciones con trenes variados y horarios para casi todos los gustos y necesidades. Los andenes mostraban un trasiego desconocido en España, y en ellos coincidía el electorado intercambiando impresiones e ilusiones centradas en el viaje que terminaba y el que comenzaba, hasta que el factor anunciaba el resultado electoral y la partida del tren hacia el nuevo destino. Todos subían al tren mostrando un muestrario de satisfacciones o contrariedades acorde con los billetes sacados antes de la partida y la dirección del viaje decidida por mayoría.

Sin saber cuándo, la ilusión por decidir personalmente el destino fue sustituida por un sentimiento de frustración porque los viajeron comenzaron a notar que los billetes adquiridos en las ventanillas electorales se devaluaban como herramientas para elegir la estación de destino y servían exclusivamente para decidir quién sería el nuevo maquinista de un tren que ya tenía una sola vía de circulación y las demás alternativas se habían convertido en vías muertas. Se sacase el billete que se sacase, el tren seguía siempre la vía neoliberal y los viajeros solo percibían cambios en los uniformes del personal de servicio o la tapicería de los asientos.

En esta tesitura nos hemos adentrado en el siglo XXI, se han modernizado las vías, ha aumentado la velocidad del tren, el decorado se ha investido de nuevas tecnologías y las estaciones son de diseño. Sin embargo, cada vez que se convocan elecciones, el personal acude en menor número a los andenes y se compran los billetes más por desacuerdo con el conductor saliente que por confianza en el entrante. El AVE de la democracia transporta hoy menos viajeros que los viejos Talgos y mercancías y, para colmo, es caro, carísimo.

No obstante, los candidatos a ocupar el puesto de maquinista, luciendo vergonzantes canas políticas sobre sus cabezas, son los mismos que conducían las viejas cabinas manuales y analógicas de hace cuarenta años y se niegan a abandonar el negocio ferroviario para dar paso a un nuevo sistema y a un nuevo personal. Estos mismos candidatos se encargan de convencer a los viajeros de que, independientemente de sus voluntades, han elegido el mejor billete para que ellos, los políticos, y sólo ellos, alcancen su destino. Un destino que habitualmente se distancia mucho de las apetencias y necesidades del pasaje.

Vemos cómo las estaciones se han cubierto de carbonilla desencantada y basura publicitaria sobre las cuales la ciudadanía camina fríamente para acercarse a las urnas y depositar su voto con languidez, con pesimismo, con desconfianza y, en demasiados casos, con la nariz tapada. Sólo en dos estaciones de la red ferroviaria española quedan restos de esperanza de que los billetes puedan servir para elegir sus destinos: el País Vasco, que ya ha expresado su voluntad de cambio de destino, y Cataluña, a punto de hacer lo mismo.

Quienes manejan las vías y los trenes españoles tiemblan y temen que en ambas comunidades puedan proponer un ancho de vía diferente y unos destinos decididos por los billetes adquiridos por vascos y catalanes. Ante la amenaza de bajarse del tren secuestrado por PP y PSOE, el actual gobierno tiene la ocurrencia de rescatar una vieja y anquilosada máquina de vapor repudiada por la sociedad española y resucitar el execrable eslogan publicitario de la «unidad de destino en lo universal”.

España necesita nuevos destinos y abandonar como sea la vía neoliberal de forma madura y sosegada. El reto para los maquinistas está en escuchar las demandas de los viajeros y actuar en consecuencia conduciendo el tren español por la vía más adecuada al destino solicitado mayoritariamente. De no ser así, volveremos al monoraíl, si es que no hemos vuelto ya.

España: un cótel molotov.

Las guerras dejan demasiadas marcas siniestras en las culturas que las padecen y el lenguaje está lleno de marcas verbales que con el tiempo diluyen su origen y quedan en el habla coloquial con significados consensuados por la masa que las utiliza, muchas veces alejados de su origen militar. Cuando se bebe un «tanque» de cerveza, nadie sufre ardores belicistas y las resacas por abuso suelen ser derrotas sin contiendas. Cuando se habla de «cóctel Molotov», se piensa en un artilugio incendiario y no en la ironía del pueblo finlandés cuando, en 1939, respondió al Comisario de Asuntos Exteriores ruso Viacheslav Mólotov. Mólotov anunció por radio a la población finlandesa que su ejército no bombardeaba, sino que lanzaba alimentos. Los fineses llamaron a las bombas rusas «comida Mólotov» y su ejército respondió que si «Mólotov ponía la comida, ellos pondrían los cócteles».

La escena política española, desde la transición, ha aderezado nuestras vidas con ingredientes que durante años lograron atajar la indigestión del franquismo y pasar a una dieta democrática sin mayores complicaciones estomacales. Hemos vivido unas décadas de convivencia tolerante a pesar de que muchos residuos franquistas han permanecido como pinches en la cocina demócrata y muchos residuos republicanos han permanecido en el vertedero de la historia y en las cunetas de la geografía de muchas familias.

La Ley de la Memoria Histórica, un digestivo destinado a cicatrizar muchos paladares españoles dañados por el olvido institucional y el recuerdo familiar, encontró una fuerte oposición en el Partido Popular aduciendo que tal reparación era una afrenta al espíritu de la transición. Poco después, el juez Garzón decidió investigar los crímenes del franquismo y esto le convirtió en la última víctima de aquel régimen a manos de sectores ultraderechistas y del propio PP. Dos operaciones de cirujía reparadora se han convertido en una apertura en canal de la concordia por parte de quienes las han utilizado para llenar la cocina con la cuchillería oxidada de las dos Españas.

Ambos casos han desatado a una derecha que pensábamos superada por la famosa transición y desde las pantallas y la prensa no cesan de agregar combustible a la coctelera reivindicando el triunfo golpista de 1939 y culpando de ello a quienes no comulgan con su ideario. Desde la arena política, Aznar, Aguirre (ojo con ella), Cospedal y demasiada tropa de Génova no cesan de echar a la coctelera ingredientes facilitadores de la combustión. La exaltación del franquismo vive un momento dorado que permite al PP conceder honores a Queipo de Llano, impedir la retirada de honores a Franco, eliminar del callejero a poetas rojos, mantener en el callejero a franquistas o rendir homenaje a las tropas de Annual. Por su parte, Rosa Díez reclama la centralización del estado, Boadella reivindica el Cara al Sol y un Asesor de Álvarez Cascos pide tres días de fiesta para celebrar la muerte de Santiago Carrillo.

Por si fuera poco, en Cataluña han flameado las senyeras agitando el cóctel patriótico a niveles de ebullición y el PP y la derecha mediática han encontrado un chivo expiatorio a quien señalar como pirómano antes de que el fuego haga su aparición estelar. Queda por ver si las elecciones en Euskadi aportan ingredientes chispeantes al cóctel una vez que los incendiarios de ETA han cesado en su actividad. Y por si hubiera pocos cocineros, el rey se ha prestado a ejercer de maitre publicando una carta digna de cualquier recetario conspirador del pensamiento único.

El cóctel Molotov necesita una mecha para que la explosión y la expansión ígnea surtan los efectos esperados. Ahí están Cristina Cifuentes y Jorge Fernández Díaz, trenzando la cuerda e impregnando de parafina al 15M, al 25S, a los sindicatos, a las mareas, al saboteador del estadio de Vallecas y a todo el que tenga la ocurrencia de protestar en la calle en contra de su gobierno.

El lenguaje bélico, instalando en demasiadas bocas, está llegando a los hogares, a los corrillos de las plazas, a las colas del paro y a no pocas personas que por edad deberían protegerse del cóctel guerracivilista que nos están sirviendo en bandeja.

Si bombardean con estos alimentos, el pueblo debe permanecer firme en la dieta democrática, consumir lo necesario para el cuerpo y evitar que estalle el cóctel. Si los cocineros no están a la altura de los comensales, habra que cambiar de pinches o de cocina.