La revolución pendiente

jornaleros

El pueblo español es poco dado a protagonizar la historia por sí mismo y prefiere dejarse llevar por las olas aunque el horizonte aparezca escarpado de afiladas aristas. La historia de España no ofrece épicos episodios ni gloriosas gestas que hayan tenido al pueblo como actor principal a la vez que beneficiario último y único de los logros alcanzados. Siempre que el pueblo ha tomado las armas en contra de una fuerza opresora lo ha hecho para sustituirla por otra fuerza opresora.

El anecdotario histórico ofrece referencias a Numancia, Viriato, Don Pelayo, El Cid, Guzmán el Bueno, Hernán Cortés, Lepanto, los tercios de Flandes, Trafalgar, Agustina de Aragón o los últimos de Filipinas. Personajes e hitos componen una secuencia ininterrumpida de lucha y frustración en la que el pueblo ha puesto la sangre y las esperanzas al servicio de los poderes que han hecho caja en nuestra historia. Nunca el pueblo español conquistó el poder para sí, nunca desalojó a los malos gobernantes para gobernar por sí mismo. En España, la revolución, a diferencia de muchos países modernos, es la asignatura pendiente.

La historia de España es una historia de perdedores, de aplazamientos y de intenciones castradas. El español no ha tomado aún conciencia de su propia naturaleza y parece alérgico a tomar las riendas de su destino. Desde Atapuerca hasta el siglo XXI el gregarismo es la seña de identidad nacional, la Marca España, perfectamente manejada por los jefes de la tribu apoyados en guerreros y brujos que dicen hablar en nombre de los dioses. La espada y la cruz son los símbolos del poder en España.

Se ha otorgado al pueblo el derecho a creer que la libertad consiste en tomar decisiones sobre asuntos que le afectan. Se le ha concedido, a lo largo de los siglos, la posibilidad de elegir ganador entre duques y condes, entre hidalguía y clerecía, entre burgueses y cambistas. Se le ha reservado el papel de perdedor ad aeternum, de espectador cómplice en la ignominiosa partida que los poderes juegan en su contra. Se le ha educado y se le educa para ello.

Un vistazo cualquier día, a cualquier hora, en cualquier canal de televisión, es una oportunidad para comprobar que la audiencia es adiestrada con concursos de toda índole cuyo principal atractivo son los desfiles de perdedores. Nadie recuerda la receta del ganador de un concurso de cocina que reunió ante el altar televisivo a casi seis millones de españoles; lo importante es el fracaso de las demás recetas. El público disfruta con los perdedores, se identifica con ellos, los adora y se adora a sí mismo.

La mediocridad es el gran negocio de los triunfadores. De un electorado mediocre sólo pueden surgir gobiernos mediocres, de trabajadores y empresarios mediocres sólo una economía mediocre y sólo una intelectualidad mediocre sitúa en el ranking de libros más vendidos a Belén Esteban. La mediocridad es el estado natural de los perdedores. España es un país mediocre que ha renunciado a hacer la revolución por puro miedo a usar el cerebro y gobernarse a sí mismo.

En Europa lo saben, nos conocen mejor que nosotros y han decidido que, junto a portugueses, italianos, griegos y chipriotas, somos la mano de obra sumisa y barata que los vecinos del norte necesitan para engordar sus cuentas. Nosotros, a lo nuestro, a despellejarnos vivos entre nosotros, a molernos a mamporros y trompadas, a sacudirnos malos gobiernos propiciando otros aún peores, a esperar que el cielo haga un apaño por nosotros, a naufragar en el océano de la mediocridad sin echar mano del salvavidas. La revolución y la rebeldía pueden esperar otros mil años más.