Res Pública. Cosa pública. República.

III-republica

El título de la obra de Platón La República es diferente al original griego Politeía de Aristóteles, cuya traducción sería “régimen o gobierno de la polis (ciudad-estado)”. Fue a través del latín Res publica (cosa pública), empleado por Cicerón en su obra con el sentido aristotélico, como llegó al castellano. El diccionario de la RAE define el término como “organización del Estado cuya máxima autoridad es elegida por los ciudadanos o por el Parlamento para un período determinado. Así se han articulado muchos estados modernos tras sacudirse el polvo feudalizante de las monarquías o los yugos totalitarios.

La cosa pública, la república, no es de derechas ni de izquierdas, sino un asunto concerniente al público, al pueblo, a todas las personas sin distinción de estatus, hacienda o linaje. España, país insólito donde los haya, ha escrito los capítulos de su historia moderna y contemporánea a contracorriente, aceptando como herencia consecuente un secular retraso económico e industrial y un tradicional atraso democrático. La milenaria historia de España soló ofrece unas horas, entre 1873 y 1874, y unos días, entre 1931 y 1936, de gestión pública de la cosa.

La reserva espiritual de occidente, mixtura ibérica de hijosdalgo, soldadesca y sacristanes, ha cuidado, taimada y esmeradamente, sus intereses consiguiendo que la cosa pública se organizara y se siga organizando desde palacios, cuarteles y sedes episcopales. España siempre ha estado a salvo de rojos, judíos y masones porque sus estamentos privilegiados han mantenido al pueblo -ingenuo, inculto e incauto- alejado de la gestión de la cosa pública. Para eso están ellos, para administrar la cosa trocándola de pública a privada por el bien de sus súbditos, que no ciudadanos.

Los herederos de la imperial España demonizan los escasos seis años de república resaltando convulsiones y violencias a las que sus antecesores no fueron ajenos. Cruzada llegaron a llamar al acoso y derribo de la experiencia republicana, escrache violento y homicida jamás condenado, hito ensalzado hoy por políticos y opinadores conservadores como un trasunto del toro de la Vega. La tradición ha alicatado la cultura, el desarrollo y el progreso de este país, con baldosas y cemento cola, dotándolos de una impermeabilidad poco usual en Europa.

El PSOE, tras la abdicación de Suresnes, renunció a su legado republicano a cambio de asegurarse plaza fija en el tándem bipartidista modelado durante los albores de la transición. A partir de entonces se apropió felonamente del término “izquierda” para posicionarse de forma bastarda en el espacio electoral. Por su parte, el PP, refundado como partido de centro por un político franquista, ganó la confianza del electorado y se aseguró la otra plaza del tándem. Ambos partidos demuestran a diario que uno no es de izquierdas y el otro desborda por la derecha, quedando ambos en la retina electoral como el mismo can con distinto collar.

Al PSOE le ha incomodado el concepto República en su acecinada (con “c”) ideología postfelipista. Al PP le incomoda porque la jugada le ha salido redonda y sus listas electorales trabajan para los grandes de España, que dieron jaque mate a la II República, barnizados con tinte demócrata. La Casa Real, lógico, ve el concepto como amenaza para sus intereses mientras la nobleza europea se gana la vida, como ellos, viviendo de rentas públicas y privadas, pero asumiendo papeles meramente ornamentales. El linaje Borbón vende y puede pasar al escalón ornamental sin que suponga un trauma o un escándalo. Escándalo es que la corte y la cohorte de los borbones ocupen el escalón más elevado del estado, hereditariamente, sin pasar por las urnas.

Malos tiempos y malas compañías, las de siempre, las del último siglo de la historia de España, para proponer un debate serio, sereno y ético sobre una tercera república.

La otra educación

Teleducacion

Un sistema educativo no susceptible de mejora es, como mínimo, sospechoso de conformismo y resignación. El sistema pefecto sólo existe en una utopía que, sin embargo, debe ser la aguja que señale el camino a seguir para no caer en un anquilosamiento lesivo para el conocimiento y el progreso social. Kant postuló que el hombre no es más que lo que la educación hace de él. La educación se postula como víctmima necesaria para manufacturar hombres y mujeres que cincelen la sociedad de forma ajustada a los intereses de quienes, insistente e históricamente, meten pezuñas y garras en el sistema educativo.

El árido e inhóspito desierto educativo de los estudiantes españoles supone una travesía que termina hoy en las bolsas de trabajo de países donde se valora mejor que aquí la educación impartida. Pezuñas y garras hacen cuanto pueden por desprestigiar un sistema que, a su pesar, sigue dando resultados que este país no sabe aprovechar. Desde que Unamuno espetase el famoso y manido ¡Que inventen ellos! y Millán Astray su ¡Muera la inteligencia!, España es un país de educación suicida.

El sistema educativo recibe maltrato político, recibe las embestidas de las pantallas que abducen a jóvenes, niños y adultos, y recibe los empellones que los adultos le propinan con indiferencia. Es la otra educación, la contraeducación, más fuerte, más feroz y más valorada que la educación impartida en las aulas, la que más predicamento social tiene. En la actitud de la sociedad se puede constatar cuáles son los principios educativos que han moldeado a los hombres y mujeres de España, muy pocos de ellos mamados en el sistema educativo.

El grueso de la formación infantil y juvenil recae en quienes más horas y medios dedican a educar, activa o pasivamente, a la población. La televisión y las nuevas tecnologías son amas de cría y tutores de una infancia, cuyos padres han renunciado al papel educador, abandonada a las enseñanzas de las pantallas. La juventud contempla, a color y con todo lujo de detalles, los modelos que el plasma y la retroiluminación ofrecen para elegir pensamientos y comportamientos. Son más las horas dedicadas consentidamente al ocio en los hogares que al negocio de una educación correcta y sana. Las familias han claudicado y agradecen más a las tecnologías la distracción de sus hijos que a los maestros y profesores las enseñanzas impartidas.

Dedicar un tiempo diario a la educación de los hijos, a los deberes o la lectura, es un engorro para la mayoría de las familias, un trabajo arduo y pesado que muchos mayores rehúyen irresponsablemente. La conexión de los hijos a dibujos animados, a series idiotizantes o a juegos solitarios supone para muchas familias su propia desconexión de la educación, obligada e imprescindible, de sus hijos, hijos que conocen mucho mejor a Steven Seagal o a Bart Simpson que a Marie Curie o a Pitágoras, mejor a Shin Chan que a Aristóteles, mejor a Jesulín de Ubrique que a Cervantes, mejor a los tubos catódicos que a los Reyes Católicos, y mejor el mando a distancia que la calculadora científica.

El profesorado, denostado y vejado por políticos y padres, lucha contra molinos de viento que golpean con dureza su frágil armadura docente. La sociedad educa a su descendencia en el axioma de que los maestros son personas vagas, adoctrinantes y egoístas, incapaces de enderezar lo que a diario se tuerce obstinadamente en los hogares. Esa misma sociedad exige al sistema educativo un rol punitivo y correctivo al que la patria potestad ha renunciado por incómodo y, cuando es aplicado, no son pocos los casos de denuncia o agresión en defensa de una tiranía infantil y juvenil en auge y descontrolada. La educación hogareña es la que más daña al sistema educativo y la que más se queja de la inoperancia ajena.

Los políticos, desde la demagogia y sus intereses, proponen reformas educativas que no conducen a ningún lugar por estar concebidas desde despachos ideológicos con el adoctrinamiento como metodología. A una reforma educativa hecha con pezuñas partidistas le va a suceder otra reforma hecha con garras también partidistas. Para ocultar sus coces y zarpazos, PP y PSOE siempre cuentan con la complicidad de un pueblo cómodo dispuesto a acusar a los maestros de los males que la propia sociedad genera desde los sofás del conformismo cómplice.