Maletines

Pocos complementos profesionales hay como un maletín, de forma reconocible en cualquier momento y lugar y de polivalencia inverosímil. Imprescindible en no pocas actividades, su versatilidad ha extendido su uso a casi cualquier desempeño profesional. Por una parte, forma parte del postureo institucional como símbolo del poder, en su variable de “Cartera”, y, por otra, es la imagen de ciertos asuntos turbios al margen de la ley, sea en forma de maletín nuclear o de contenedor para el tráfico de divisas en metálico.

La memoria sentimental de la España futbolera guarda la imagen en blanco y negro de Zarra derrotando con un golazo a la pérfida Albion. En esa época, los árbitros vestían pulcros trajes negros compuestos de chaqueta con solapa, camisa blanca de cuello picudo, pantalon hasta la rodilla, medias y borceguíes reglamentarios. Era la época en que el poder político descubrió en el fútbol la más potente adormidera social, un auténtico circo capaz de hacer olvidar al pueblo tanta hambre de pan, justicia y libertad arrastrada.

Por entonces, años 50, la voz engolada de Matías Prats narraba las gestas deportivas de los equipos patrios, las faenas de afamados toreros y los logros del invicto caudillo. Los lunes era frecuente que meritorios locutores de radio airearan acusaciones de compra de árbitros por los más poderosos de la liga mediante un quimérico desfile de maletines con billetes en las pasarelas de vestuarios y aparcamientos. Así funcionaba: un donante entregaba el maletín a un empleado del club y éste lo hacía llegar al árbitro. Fácil y rápido.

La banda sonora de la compra de árbitros, o de jugadores, o de equipos, subía decibelios y amortiguaba el estruendo de La Corrupción. La gritería deportiva era sordina eficaz para acallar el ruido de los maletines que recorrían las más altas instituciones de la dictadura, desde doña Carmen La Collares, hasta el último fedatario. Todo tenía precio: ministros y militares, alcaldes y concejales, funcionarios de todos los pelajes, jueces y fiscales, obispos y cardenales. Todo era soportado como inevitable, menos sobornar al árbitro.

Hoy, los árbitros visten elástica de color amarillo u otro, calzón negro al muslo, medias y botas, todo patrocinado. Ya no son 3 en el campo, sino 4 ó 6, auxiliados por la tropa del VAR. El árbitro principal ha añadido al silbato, el lápiz y las tarjetas, herramientas de trabajo, un espray y un micrófono con auricular. Algo han cambiado las reglas y lo que era deporte de masas se ha transformado en un negocio más de las élites. Lo que no ha cambiado prácticamente nada es La Corrupción y el fútbol como sordina distractora.

El dinero ha corrompido, ha adulterado y ha prostituido la competición. Escándalo no es que el Barcelona haya pagado a Negreira con la ingeniería financiera como eficaz y discreta sustituta de los clásicos maletines negros. Escándalo es que 18 equipos indigentes hagan de comparsa para el lucimiento de dos opulentos, que el fútbol, por dinero, blanquee las dictaduras de Qatar o Arabia o que los palcos del Bernabéu, del Nou Camp o del Calderón sean empleados para los negocios y la corruptela política, como antaño.

El caso Negreira, como en la dictadura franquista, es utilizado para desviar los ojos, taponar los oídos y alejar el pensamiento de La Corrupción. Mientras se habla del caso Negreira, no se habla de Kitchen, Gürtel o EREs, ni de la vileza de Roig, Galán, Botín, Entrecanales, del Pino, los Borbones… ni de la privatización de la Sanidad y la Educación Públicas por el PP, ni de la policía política, ni del gasto en armamento, ni de pensiones, ni de García Castellón. Un trapicheo entre sinvergüenzas que tapa a los Sinvergüenzas.

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