Economía para creyentes

capitalismo

El liberalismo es un sistema filosófico, económico y político surgido de la lucha contra los absolutismos. En principio, es la corriente de pensamiento en la que se fundamentan el estado de derecho, la democracia representativa y la división de poderes, principios republicanos que persiguen las libertades individuales, el progreso social y la igualdad ante la ley. El diablo adornó este pensamiento con la pedrería de la economía de mercado y la quincalla del individualismo, aderezos desigualadores que causan sarpullidos vitales a la inmensa mayoría de los ciudadanos.

El paso de la filosofía a la religión se basa en la supremacía que se otorga a dogmas estáticos en detrimento de la dialéctica del pensamiento en continuo flujo. Una vez consignado un dogma, la religión vive en exclusiva por y para su inamovibilidad, para su adoración incondicional ad aeternum. La filosofía, en cambio, establece tesis para ser pensadas en un constante proceso de análisis que es su única razón de ser, su esencia, su vitalidad. El tránsito del liberalismo clásico (siglo XVIII) al moderno (finales del XIX) supuso su secuestro del ámbito filosófico a manos de quienes hicieron de él un catálogo de dogmas para crear la religión capitalista, triunfante, única, incuestionable y, como toda religión, conservadora.

El dogma de la competencia basada en la oferta y la demanda estalla en las tarifas de telefonía, se electrocuta en las tarifas de la luz y arde a lo bonzo en los paneles de precios de las gasolineras. La libre competencia es un dios sin credibilidad, un ídolo etéreo, una burbuja con millones de practicantes no creyentes que rezan más por miedo que por fe, como suele suceder en todas las religiones, a su dios. El hecho de pensar, de analizar, de cuestionar, el hecho de escribir lo que estás leyendo ahora mismo, son pecados o delitos, anatemas dignos de hoguera. (Leerlo, también lo es).

El dogma del individuo, dueño de su persona y de su destino, hace aguas en un océano de nóminas y horarios laborales que cada vez son menos útiles para satisfacer unas necesidades básicas abocadas al naufragio tras impactar contra el iceberg de la falsa competencia. La sociedad en su conjunto se ahoga día a día porque los hacedores de fortunas y los sacerdotes financieros cuecen a las personas en el lento fuego del consumo efímero y los débitos obligados. El liberalismo ha vendido la ilusión del individuo aislado y ha aniquilado la fuerza de lo colectivo como motor social. El destino y la libertad de los individuos escala y resbala, cotiza, en las gráficas de la bolsa.

En el siglo XXI, el individuo no dispone siquiera de sus habilidades, destrezas y capacidades para realizarse personal y profesionalmente. Para ser rentable, toda persona debe adaptarse cada poco tiempo a un nuevo entorno laboral, a unas nuevas condiciones, a unos nuevos retos para, una vez adaptada, vover al páramo de la búsqueda de empleo. Ya no es rentable quien más produce y con mayor eficiencia, sino quien menos come, menos duerme y casi nada cobra, aptitudes que se asimilan sin ningún tipo de formación específica y están al alcance de cualquiera. Es el dogma de la excelencia empresarial, origen de la calidad contable y de la desaparición de la calidad en productos, sevicios y vida ciudadana y democráctica.

El capitalismo, sádica y lacerante aberración del liberalismo, campa a sus anchas estrangulando individuos y sociedades de una forma verdaderamente insaciable. Ha laminado el estado de derecho, la democracia representativa y la división de poderes. Los estados se mueven al dictado de los mercados, los individuos son unidades de consumo, el progreso social está de vuelta y la igualdad ante la ley dispone de tarifa propia. La filosofía liberal ha muerto y sus sacerdotes proclaman las excelencias del dogma capitalista como único camino de salvación para pecadores que han de morir para dejar de sufrir.