El término “público” brinca como un caballo castigado por la espuela cuando acompaña a la palabra dinero. La cuarta acepción que ofrece el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua dice que es “público” lo perteneciente o relativo a todo el pueblo. Público, pueblo y dinero son palabras que resbalan a diario de los labios de la actualidad como un cigarrillo a punto de ser escupido por una boca cansada de jugar con fuego, cansada de un humo que sólo dibuja decrépitas nubes mortales.
El dinero adjetivado como público pertenece al pueblo. El que se marca como privado también es relativo a todo el pueblo, aunque la boca expela desde sus labios todo el humo del mundo para ocultar esa certeza. El denso humo deja ver a quien gasta dinero público y oculta entre opacas y oscuras volutas a quienes acaparan todo el dinero de manera privada. Los bolsillos privados codician la riqueza con una adicción que perjudica más al pueblo que no la padece que a los yonkis que se pican las venas con agujas bursátiles.
Los empresarios producen riqueza, cuentan los medios de comunicación propiedad de empresarios. Los bancos prestan dinero a los empresarios que producen riqueza, cuentan los medios de comunicación deudores de banqueros. Gastamos más de lo que ingresamos, cuentan los políticos al servicio de empresarios y banqueros. Y el pueblo, el que trabaja, el que cotiza, el que hipoteca su vida, el que consume, el que mueve dinero, el que paga impuestos, el que no llega a fin de mes, es impelido por políticos, empresarios y banqueros a apretarse el cinturón, a estas alturas, sobre su esqueleto.
Todo el dinero de España, de Europa y del mundo entero, es, que se sepa, que lo sepan, dinero perteneciente o relativo a todo el pueblo, es dinero público. El dinero justo, el dinero noble, el dinero ético, es sudor de la frente del pueblo, es dinero público. El otro dinero, el negro, el B, el evadido, el especulado, el burbujeante, el estafado, el amasado, es también dinero público con aroma de pillaje y color de saqueo. La religión neoliberal santifica el dinero, el privado, y pretende convencer al pueblo de que su pobreza proviene de haber vivido por encima de sus posibilidades y no del trasiego de todo el dinero público, fruto del trabajo, a bolsillos privados sin escrúpulos.
Disponer de sanidad pública, de educación pública, de servicios asistenciales o de justicia, pagados con impuestos de varias generaciones, es pecado mortal (ya hay cadáveres). Privatizar las necesidades es negocio. Ya sucedió con la telefonía, con la energía y con otros pecados públicos que pasaron por la redención privada sin convertirse en las virtudes prometidas. Expoliaron monopolios públicos para salvar al pueblo del purgatorio y lo condenaron a un infierno de cárteles privados. La avaricia exige canjear la vida por un dinero que no da para vivir y, cuando se haya hecho con todo el dinero de varias generaciones, los medios de comunicación dirán que España va bien.
La trampa, la más antigua de la historia, funciona con la calculada precisión de un reloj, suizo, cómo no, cambiando los latidos de la humanidad por unos céntimos de fraudulenta esperanza que no dan apenas para pagar los cigarrillos de cuyo humo se espera una ficción venenosa que envuelva la dura realidad en el celofán onírico y engañoso del sueño americano. La panacea neoliberal no es cosa diferente de la gran plaga de la humanidad: la esclavitud. Hacia ella nos llevan, hacia ella caminamos, como el dinero, de lo público a lo privado.
Verdades como templos.
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Cuánta verdad; y qué bien expresada. Un saludo.
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