Alguien de los suyos

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Como todo el mundo sospecha, Eurovegas es una tapadera. Los negocios se han convertido en una actividad social turbia y perversa que atiende menos a satisfacer las necesidades de la población que a satisfacer los egos dorados y metálicos de una minoría que sólo amasa dinero y poder. Nadie tiene como prioridad apostar su vida en un tapete, y menos aún en un tapete donde se esparcen los naipes marcados por los dueños del casino. Eurovegas es una tapadera.

Abierta la tapadera, los olores facultan a cualquier pituitaria para constatar por sí misma la verdadera naturaleza de lo que se aloja en el contenedor. El cubo de Eurovegas huele mal y, pasado el hedor inicial, se van distinguiendo diferentes aromas, nada agradables, que pueden ayudar a identificar su contenido. Junto a la basura reconocible que generan los casinos, hay restos orgánicos identificables, con poco magen de error, como pulsos políticos y lucha por el poder. La presencia de gaviotas carroñeras a su alrededor es un indicio más de que en Eurovegas se juega algo más que unos euros.

En el acantilado de la calle Génova, donde anidan las gaviotas peperas, Maquiavelo ejerce de instructor de vuelo. Allí, Aznar, aclamado profeta por su partido, sublimó sus mayorías absolutas entendiendo que el poder era suyo y para siempre. Al final de su segundo mandato decidió retirarse a su laboratorio para, desde allí, mover los hilos de un poder que repartió, como un padre la herencia, entre los suyos. Fue entonces, allí mismo, cuando los herederos evaluaron sus partes, cuando miraron de reojo las partes de los otros; en ese momento, en ese lugar, se dasataron los cordones de la concordia y se afilaron envidias y celos para reclamar una parte mayor de la herencia.

Los pasillos de Génova se cubrieron de una espesa neblina de sospecha que apenas daba para ocultar el desfile de sombras embozadas en gabardinas y cubiertas por sombreros fajados. Esquinas y despachos alojaron espías y el ambiente se impregnó de intrigas y maquinaciones entre sus propios moradores. Eran los años de la primera derrota post Aznar, los primeros años de un sombrío sucesor que cosechó derrotas ante el cándido y bisoño oponente de un PSOE ocho años sumido en similares maquinaciones y enredos. Fueron los años en que la Comunidad de Madrid envió espías al Ayuntamiento, los años en que comenzaron las vendettas internas.

Aguirre, Gallardón, Cospedal, Rajoy, Aznar, Mayor Oreja, Fraga (y sus cien mil hijos)… un plantel de sospechosos digno de Le Carré, Chandler, Hammet, Christie, Highsmith, Simenon, González Ledesma, Juan Madrid, Eduardo Mendoza o Vázquez Montalbán. Todos contra todas, centro derecha contra derecha radical, PP contra Partido Popular y Aznar, desde su cuartel de invierno, observando a sus vástagos y moviendo los hilos de una partida en la que él, la derecha radical, mueve todos todos los peones, todas las fichas, todos los hilos que le deja Merkel. La conjura se puso en marcha al día siguiente de que Rajoy fuera investido presidente.

Aguirre, despechada, lució la prenda de Eurovegas para reivindicarse ante la mirada furtiva de Josemari; Gallardón, exultante, escupió sobre el casino desde su estrado ministerial; Cospedal se hizo fuerte en su principado manchego; Fraga sonrió desde el cielo de Franco y Pinochet; y Mayor Oreja intentó mojar la oreja a Rajoy sin éxito. En medio de la contienda ha estallado la bomba Bárcenas sin que a nadie le conste su existencia desde los años ochenta. Las miradas que antes se espiaban, ahora se señalan. La guerra está servida. Eurovegas, como se sospechaba, es una tapadera y Aguirre es señalada por los suyos como la garganta profunda que ha puesto en marcha el temporizador.

Mientras tanto, la ciudadanía traga cicuta neoliberal con la insólita esperanza de que sea el propio gobierno quien sufra sus efectos. Como César, Rajoy tiene todas las papeletas para caer, no envenenado, sino herido por uno de los suyos.