Con sigilo, nocturnidad y alevosía aparecieron en nuestras vidas los mercados, un concepto poco conocido en el llamado primer mundo, para instalarse en el diccionario de lo cotidiano ocupando los académicos sillones reservados a sabios con decencia y ética en su currículo. Llegaron los mercados acompañados de secuaces con suficientes coincidencias en su ADN como para certificar un parentesco de primera línea entre ellos y que sus necesidades eran idénticas. La familia de los mercados, en el sentido siciliano del término, la componen unas agencias de calificación y una prima de riesgo de cuyo significado sólo se ha traducido el término confianza y los devastadores efectos que han producido en Europa, eso sí, a la parte más débil de la población.
La saliva política, la tinta, las ondas y las imágenes informativas otorgan a los mercados un tratamiento místico y alegórico reservado a dioses y diablos de cualquier religión ante los que no cabe sino arrodillarse y rezar para que su ira pase de largo perdonando la vida a los mortales. Políticos, empresarios y banqueros, sus evangelistas, desde los púlpitos del poder, predican y sentencian la penitencia: pobreza, pérdida de derechos y sumisión, todo para recuperar la confianza de los dioses, para agarrarse al pulgatorio sin caer al infierno.
La teología de la calificación y la infabilidad de la prima de riesgo han hecho que los popes neoliberales recorten la supervivencia, sacrifiquen lo público en el altar de lo privado y castiguen el pensamiento y la expresión de los aviesos infieles que osan cuestionar a los nuevos dioses. Todo por la confianza de los mercados, presentada como único camino de salvación. Todo para aplacar su ira y colmar la insaciable avidez de sangre humana que exigen y sus adeptos le proporcionan. Todo por la banca, esa nueva patria global a la que se rinde vasallaje y cuyas cadenas ceñirán los cuellos de varias generaciones de españoles, griegos, portugueses o italianos como ya sucedió, durante el siglo pasado, a sudamericanos o africanos.
España es un país en el que la justicia redime a CiU de su financiación ilegal, Baltar enchufa a cientos de familiares, Botella gobierna la capital sin cualificación para ello, Carromero sale de la cárcel por pertenecer al partido, la Junta de Andalucía encubre jubilaciones fraudulentas, se condena a Garzón por investigar la corrupción, el exministro Blanco es pillado en una gasolinera como un camello de favores políticos, diputados del PP juegan con la tablet mientras deciden el futuro del país, Urdangarín o Rato se forran a costa de su imágen pública, los bancos estafan con preferentes, las empresas de telefonía abusan de sus clientes, Díaz Ferrán se estafa a sí mismo y a sus trabajadores, unos mandos militares se apropian del dinero destinado a estudiantes… España, esta España, es, en definitiva, un país altamente cualificado para impartir un máster en corrupción e injusticia. Con seis millones de parados y una alarmante cantidad de ciudadanos en situación de pobreza y desprotección, los mercados envian señales, bajan la prima de riesgo y perdonan la vida como matones satisfechos por el sacrificio de lo mejor del país: su sanidad, su justicia, su educación, su dignidad y su juventud.
A este desdichado país de políticos que hablan demasiado, de gente que calla y otorga demasiado, de medios de comunicación que manipulan demasiado o de trabajadores que aguantan demasiado, a este país, a España, los mercados le otorgan confianza y le conmutan la pena de muerte por la cadena perpetua. El gobierno, sus voceros y otros esbirros de los mercados lo celebran y lo venden como un triunfo, su triunfo, al pueblo perdedor, al pueblo estafado y apaleado.
Como para fiarse de ellos.
Hace tiempo pensaba que tarde o temprano llegaría un momento en que ya no sería negocio traer contenedores de productos fabricados en China y que la producción igual volvería de nuevo a Europa…
Ahora me pregunto si quizás el fin de toda esta «crisis» (más bien estafa) además de mercadear con derechos básicos como la sanidad o la educación, no ha sido otro que convertir a nuestro país en la nueva China de Europa. Un país sin derechos laborales, con millones de personas desesperadas dispuestas a trabajar en lo que sea por un sueldo de m….a, con tal de poder subsistir…
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Sin duda, es la respuesta del viejo capitalismo europeo. Las grandes empresas europeas hace muchos años que desplazaron la producción, primero a países del este postcomunista y luego a Asia, siguiendo la senda mostrada por EEUU en Sudamérica hacia el enriquecimiento rápido, salvaje y sin escrúpulos. Alemania y Francia están creando una bolsa de pobreza y miseria que les permita competir con mano de obra gratis ahorrando de paso los costes del transporte. Lo que se está destruyendo del edificio cívico y humano disfrutado hasta ahora es imprescindible para el neoliberalismo: miedo, sufrimiento y sumisión, como en el egipto de los faraones.
Por ahí van los tiros.
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Hay un factor con el que no cuentan estos salvajes neoliberales, depredadores sin alma. A lo largo de la historia, una minoría sin escrúpulos ha podido someter a la mayoría con las armas del miedo, el sufrimiento y la sumisión, porque los que nacían pobres no habían conocido más que su pobreza y no podían comparar ni esperar algo mejor… Pero la población europea actual sí ha conocido una vida mejor, sabe lo que es tener un cierto bienestar y sabe que hay una vida más allá de ser un esclavo sin derechos, con lo cual, me niego a pensar que vayamos a tragar con este latrocinio sin más, sin plantar cara y sin rebelarnos…
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