Alguien se empeñó en que, además de la inocencia, gozaran de la santidad aquéllos que, sin culpa, perecieron para que el gobernante del momento disfrutase de su poder sin amenazas ni oposición. Narra la mitología católica cómo Herodes I el Grande, dejándose llevar por las leyendas urbanas de la época, ordenó la matanza sistemática de todos los niños menores de dos años nacidos en Belén, convencido de que así moriría el futuro líder de la oposición a su figura. Este episodio mitológico guarda cierto paralelismo con el relato en el que otro gobernante, un faraón egipcio, ordenó arrojar al Nilo a todo judío que naciera movido por los mismos objetivos que Herodes: la salvaguarda de su poder y el aplastamiento de cualquier conato de oposición.
Moisés y Jesús son dos iconos de la cultura católica supervivientes de matanzas infantiles ordenadas por gobernantes, pero también eran portadores de unos mensajes ideológicos sobre los que la cúpula del catolicismo ha desparramado secularmente la cal viva del olvido. Las religiones, sus sumos sacerdotes, todos sin excepción, buscan alianzas con los poderes terrenales para participar de los beneficios del dominador e imponer sus dogmas por decreto y no por convicción. La alianza entre Dios y el César exige que los representantes del primero escondan, bajo la alfombra de la jerarquía terrenal y episcopal, los mensajes de su mitología susceptibles de lograr que el pueblo se cuestione la legitimidad del segundo; exige que los representantes del segundo acepten en sus leyes algunos postulados presuntamente inspirados por el primero.
La opresión de un pueblo obligado a la esclavitud y el papel de líder de un Moisés que consiguió la liberación de dicho pueblo, una de las primeras utopías hechas realidad en la historia, han sido convenientemente silenciadas en favor del misticismo fabulador de un anciano de blanca barba que hacía brotar agua de una piedra, que abrió en canal un mar para facilitar el paso de los suyos o que consiguió un incunable de la ley divina en la ventanilla oficial del monte Sinaí. El papel de líder ideológico y perroflauta comprometido que interpretó Jesús ha pasado a un segundo plano ante el oropel navideño y el imbécil sacrificio, como alternativa a la rebeldía ante la injusticia, que se pregona en la semana santa.
Dios y el César consumaron hace tiempo un matrimonio cuyos descendientes siguen ocupando los poderes terrenales desde gobiernos y curias. Los inocentes siguen condenados a la danza de la muerte por gobiernos que actúan como el faraón de hace 4.000 años y por Conferencias Episcopales que actúan como el Pilatos de hace 2.000 años. Moisés y Jesús han quedado relegados a un papel decorativo, sin más mensaje que los latigazos recibidos y cuatro trucos presentados como milagros a un pueblo que sigue conformádose con raciones casi diarias de pan y circo. Más circo que pan últimamente.
El día de los inocentes es el día en que el pueblo oprimido y reprimido celebra que estén haciendo universal la enfermedad, que la mitología católica ocupe el lugar de la cultura pagana en las escuelas, que los mercaderes se adueñen de templos y hemiciclos, que la vejez vuelva a ser una muerte adelantada en vida, que la juventud cruce el desierto de vuelta al esclavismo faraónico y que pensar diferente se castigue de nuevo con latigazos, prisión y cruz. En los albores del siglo XXI los inocentes volvemos a ser una famélica legión alimentada de mentiras y engaños milagreros. La mayor inocentada que nos gastan es hacernos creer que somos culpables de lo que nos pasa, propio de una mitología católica en la que el sufrimiento hasta la muerte es virtud de santidad, y que los verdaderos culpables son quienes nos pueden aliviar las lágrimas.
Hoy día, el monigote no se cuelga en las espaldas de los amigos a quienes se quiere gastar una “inocentada”, los monigotes lacerantes y sangrientos que participan en nuestra matanza se cuelgan de las televisiones a diario e intentan buscar un hueco en nuestras conciencias con vacíos y macabros discursos en los que se enumeran uno a uno nuestros pecados y se omiten, uno tras otro, los suyos, los de los pecadores.
Muy buen articulo que refleja la cruda realidad de nuestra sociedad actual pearo que no le hubiesen publicado en el Lucenahoy.
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