Violencia machista: no es un juego.

La vida, el hecho natural, está marcada desde el nacimiento de las personas como un naipe en una timba de tahúres. En el mazo de la baraja, todas las cartas parecen iguales antes de darles la vuelta y sólo el azar y la pericia del jugador permiten componer una mano de triunfo o de fracaso. Esto es así cuando la partida no transciende el ámbito del juego y no se transgreden las asépticas reglas que le dan sentido. Cualquier naipe marcado aparta la partida de su naturaleza lúdica quebrantando las reglas y provocando tensiones que nada bueno aportan a la diversión.

Las personas nacemos marcadas genéticamente y éstas marcas son utilizadas socialmente para desvirtuar las reglas de la convivencia en favor de unos jugadores, autoproclamados crupieres, que se arrogan la capacidad de decidir las reglas en función de sus propios intereses. En la baraja social, los naipes marcados en femenino han estado, y lo siguen estando, destinados a componer jugadas a capricho y en beneficio de los naipes masculinos. Lamentablemente la marca vaginal ha arrastrado, a lo largo de la historia de casi todas las culturas, a sus poseedoras por el sucio tapete masculino del menosprecio y la infravaloración.

La insistencia de las mujeres en ser personas y la insistencia de muchos hombres en cambiar su rol dominante por otro de igualdad entre todos los seres humanos, ha hecho que, a lo largo del último siglo y medio, se hayan producido espectaculares avances en el juego de la convivencia. No obstante, se pueden observar lastres culturales, en cualquier sociedad, que impiden desarrollar esa igualdad y siguen apuntalando la desigualdad como regla primordial e inamovible para la partida. Las religiones, las culturas empresariales, las judicaturas o los estados son obstáculos a salvar para que todos los jugadores se sienten a la mesa en igualdad de condiciones, lamentablemente.

En toda partida trucada se fomenta la violencia como último recurso ante un póquer de ases o una escalera de color: la jugada del perdedor suele ser poner patas arriba la mesa, romper la baraja y golpear al otro jugador. En la partida de la convivencia, la jugada del perdedor suele ser violentar a la mujer, a veces hasta la muerte, como muestra de la impotencia del maltratador para ser persona, como muestra de su impotencia en todos los sentidos.

La sociedad asiste, año tras año, a la espeluznante escalada de la violencia hacia las mujeres y cada vez los maltratadores están más apartados, pero las cifras no bajan lo que debieran y, por eso, es necesario no bajar la guardia en la tarea de desenmascarar, aislar y castigar a los violentos. Mientras haya personas que no lo vean así, mientras haya quien ría con un chiste machista, mientras haya quien recrimine y satanice a quienes luchan por la igualdad real y efectiva entre hombres y mujeres, habrá una grieta en el edificio social por el que se filtrarán gotas de sangre de mujeres maltratadas.

Es absurdo dedicar una fecha en el calendario para condenar la violencia machista si el resto del año no actuamos, día a día, para combatirla y erradicarla.