El panorama que se divisa desde hace años no es nada halagüeño. Todo lo contrario: las sombras que se ciernen sobre la sociedad dibujan un presente gris, sombrío y deprimente de precariedad vital que tiende al negro en cuanto se alza la vista y se otea un futuro aún más oscuro para la esperanza y la dignidad de las personas. La paleta que surte los colores grises y negros de la realidad es la paleta económica, el pincel que los aplica es político y el lienzo es la sociedad en su conjunto.
Los estados de ánimo se arrastran lánguidos buscando no ya una solución, sino un desahogo que permita soltar el lastre del agobio aunque sea fugazmente. La ciudadanía que ha perdido y no encuentra trabajo, la que ha visto evaporarse sus ahorros, la que ahora no puede atender sus necesidades básicas, la que teme enfermar de un virus caro o la que ve alejarse la educación de sus espectativas, esa ciudadanía despojada pide a gritos, porque lo necesita, un desahogo, un grito dirigido a quienes comprimen su vitalidad sin explicaciones creíbles.
Se ha convocado un desahogo colectivo para el 14N, una oportunidad para gritar, reclamar y reivindicar, un derecho constitucional, una huelga general. La sociedad se posiciona a favor o en contra según sus intereses, sus creencias o sus temores. La parte opresora de la sociedad se manifiesta en contra, temerosa de un clamor dirigido a ella, y despliega sus tentáculos manipuladores señalando la inoportunidad, la inutilidad y el carácter político de la huelga (¿hay alguna que no lo sea?).
La ciudadanía sumisa consume argumentos con los que dar carpetazo a su realidad desangelada y repite los mantras que les proporcionan los poderes para disfrazar sus miedos. A nadie le gusta exhibir sus miedos y sus carencias en un país valiente con el débil y silencioso y postrado ante el fuerte. Es así como se ha llegado a la situación de, en lugar de exigir los derechos propios, exigir que los pierdan los demás, en lugar de pedir castigo para los culpables, asumir una culpabilidad diferida, en lugar de desahuciar a los ineptos, aceptar con vergüenza y humillación el despojo de los hogares.
El estado, ese entramado político-financiero y nada democrático que maneja y oprime a la ciudadanía, sabe del miedo ciudadano y lo maneja como nadie mintiendo, porque la verdad no responde a esta realidad que presentan como única posible para el 99% de la población. La ciudadanía y el estado tienen miedo, sólo que el estado dispone de armas e intenciones para disipar su miedo infundiendo pánico y terror en la población.
Ante la huelga general, y ante cualquier signo de discrepancia, el estado afila sus armas y extiende el miedo a las identificaciones arbitrarias y punitivas, a la sangre vertida por un pelotazo desbocado o al linchamiento público si se dispone de notoriedad social. Este miedo es esparcido por unas fuerzas de orden público emboscadas en la clandestinidad de una identificación oculta, azuzadas a la violencia infiltrada y aplaudidas por quienes actúan como amos de su razón y de sus conciencias.
Vuelve a las calles el agrio olor del miedo, resucitado por un sector político también resucitado y sacado del Valle de los Caídos, como una feromona del pasado que marchita el presente y el futuro de España. Vuelven los luctuosos tonos oscuros al ropaje de la convivencia. Vuelven, en definitiva, los grises.
Un pueblo acosado desde ese estado político-financiero y con el miedo circulando por sus venas no deja de ser un pueblo con derechos. La gente tiene el derecho y el deber de desahogarse para no arrojarse a ese vacío vital que desemboca en el asfalto de la calle con los sesos esparcidos en la acera.
Criminalizar el ejercicio de un derecho es propio de criminales con capacidad para oprimir y reprimir al mismo tiempo que exigen sumisión infinita y resignación inhumana. El 14N es un desahogo criminalizado de antemano.