Política de la indecencia neoliberal.

Perdidas la esperanza y la ilusión, sólo nos resta aferrarnos a la decencia.

El gobierno de España, al igual que los de media Europa, se están arrastrando ante las serpientes bursátiles, las hienas inversoras y los buitres empresariales para mendigar las sobras del inmenso festín que les está sirviendo en bandeja. No queda ciudadano o ciudadana que no haya sido esquilmado y despojado para formar parte del guiso de la estafa llamada crisis. La soltura y la agilidad mostrada por el gobierno en esta tarea culinaria es ferozmente inusitada. En menos de un año, han mentido hasta la saciedad en nombre de los mercados arrasando el bienestar de manera innecesaria e ideológica. En menos de un año, han descartado recetas cuyos ingredientes básicos son las grandes fortunas, los grandes defraudadores, los grandes especuladores y la mamandurria de la iglesia católica. Su ensañamiento con las clases menos pudientes es pura indecencia.

El gobierno de Mariano Rajoy se ha volcado en el servicio a los especuladores consiguiendo una hipoteca para España cuyos intereses pagaremos durante generaciones con educación, sanidad, cultura, asistencia, cooperación y un dilatado etcétera que culmina con derechos cívicos tan fundamentales como las libertades de expresión y de reunión. El gobierno de España ha asaltado las esperanzas y las ilusiones de varias generaciones mediante un golpe de estado económico que ha puesto al mando del país a especuladores sin escrúpulos. La democracia ha sido abatida desde la indecencia.

Destruir las esperanzas de generaciones enteras, dibujando un naufragio en las turbias aguas de una estafa universal, sólo está al alcance de quienes alimentan su avaricia con los estragos que son capaces de producir sin que les tiemble el pulso, sin que sentimiento alguno humedezca sus mejillas, sin que el rubor tiña superficialmente de rojo sus presuntas conciencias. Quienes destruyen las esperanzas hacen su trabajo con la frialdad y la profesionalidad de un verdugo con las facultades mentales disminuidas por la rutina y un frío automatismo instalado en su corazón a modo de metálico latido. La primera esperanza que se pierde es la de atisbar un signo de humanidad en quienes manejan el hacha, anudan la soga al cuello o empujan el émbolo letal en la vena indefensa del reo.

Sólo pueden perder la esperanza quienes la tienen como último recurso para que sus deseos se cumplan, toda vez que éstos quedan fuera del alcance de sus posibilidades materiales o necesitan de concurso externo para ser cumplidos. Sólo pueden perderla quienes hacen de ella un referente para sus episodios cotidianos y vitales, quienes hacen de ella las alas para volar o las aletas para nadar cuando los pies no les sirven para perseguir su destino. Quienes son privados de la esperanza, continúan sus vidas con la decencia ondeando sobre sus personas y sobre sus actos. Quienes la arrebatan, los verdugos, quedan estigmatizados por la indecencia de sus actos.

Arrancar la ilusión constituye uno de los actos más ruines que una persona pueda cometer. Cuando se roba algo material estamos ante un delito condenable judicialmente de mil maneras, entre ellas la reposición de lo robado. Cuando se priva a las personas de la ilusión estamos ante un delito con el agravante de sadismo pues se está privando no ya de cosas materiales, sino de la intimidad inmaterial de la imaginación y de los sueños. Quienes ejecutan las ilusiones de un país de manera miserable actúan, como las pesadillas, desvelando trágicamente los sueños. Quienes impiden los sueños aplican la tortura del insomnio permanente para envolver a la sociedad con el indecente manto de su propia locura.

Una sociedad sin ilusiones es un cementerio viviente donde cadáveres de carne y hueso deambulan privados de sentidos, de alma y de pensamiento. Una sociedad sin ilusión es un laberinto sin salida donde predominan el negro de la miseria y los tonos oscuros de la pobreza, la indigencia, la escasez, la estrechez, la necesidad y la penuria. Vivir sin ilusión es un cruel destino para cualquier ciudadano, una metáfora del averno donde se le condena a convivir con los diablos saqueadores de ilusiones. Una sociedad sin ilusión se puede permitir un último aliento de decencia que los usurpadores jamás podrán lucir sobre sus henchidos pechos mezquinos.

La decencia no cotiza en el parqué de la bolsa donde se conjuran los desalmados.