
Nguyen Thi Hong Van, de 11 años y supuesta víctima del ‘agente naranja’, con su madre en su casa de Danang. / HOANG DINH NAM (AFP). El País.
Arrasar 2.000.000 de hectareas con 75 millones de litros de herbicida que contiene una dioxina de alta capcidad destructiva puede considerarse un crimen ecológico, suficiente para enviar a quien lo hizo al pasillo de la muerte con un mono naranja. Si el herbicida produce millones de enfermedades y muertes de seres humanos, podemos hablar de crimen contra la humanidad o de genocidio, suficiente para multiplicar la condena de sus causantes. Pero no: los Estados Unidos siempre han estado por encima de la justicia y gozan de una complicidad internacional labrada a base de dólares y miedo.
Los efectos del agente naranja en Vietnam son un ejemplo de la letal cultura bélica de EE.UU. y de su demostrada capacidad para evitar en sus propias carnes una justicia que ellos aplican sin piedad a cualquier país que se les antoje. El salvaje oeste sigue vigente y los cuatreros, reverendos asesinos o sheriffs sin conciencia continúan dominando el mundo desde la base del terror.
No es la única muestra dañina de su cultura, ni es mejor o peor que otras. Disponen de un amplio abanico para hacer daño y lo hacen, generalmente, con el beneplácito y la aceptación del resto del mundo, con la complicidad de sus propias víctimas. Para eso están Hollywood y el resto de su maquinaria propagandística.
Empresas como Mosanto, que dejaría como delincuentes menores a Jack el Destripador o al Doctor Jekill, campan a sus anchas extendiendo la hambruna por el mudo impunemente; McDonald´s y Coca cola, iconos mundiales de la comida basura, incluyen en sus menús dietas calóricas que contagian la obesidad como una plaga; Goldman Sachs, Morgan Stanley y Barclays juegan al monopoly con el hambre del mundo gracias a su invento del mercado de futuros. La cultura alimentaria de EE.UU. es, cuanto menos, dañina y aceptada globalmente como lo más natural del mundo.
De su cultura bélica, se ha comentado la que practican directamente, desde su nacimiento como nación, con unos ejércitos de dudosos héroes nacionales, pero no es menos mortífero el mercado de armas que controlan a nivel mundial desde que aniquilaron a la competencia soviética y se quedaron con el negocio casi en exclusiva. El mercado norteamericano de las armas se sustenta en una especie de religión fundamentalista que considera la tenencia de artilugios para matar todo un derecho irrenunciable, consagrado por su constitución, a pesar de las continuas matanzas entre sus propios ciudadanos, matanzas que luego muestran al mundo como espectáculo audiovisual en cines y televisiones.
Como complemento ideal de sus ejércitos, disponen de unos servicios de espionaje y una red diplomática que ha instigado guerras y golpes de estado en los cinco continentes con la sana intención de liberar al mundo de peligrosos “malos” y de regímenes nocivos para los intereses de sus empresas y de sus inversores. En estos casos han conseguido que sean otros quienes ponen los muertos y los asesinos. Todo por la libertad y la democracia. Todo por su causa.
Y como contaminantes ambientales no hay quien les frene. Más de la mitad de la mierda esparcida por el globo tiene olor genuinamente americano y desde hace décadas están convirtiendo el espacio en un vertedero de chatarra con fines militares y de control de la población.
El mundo no se merece este tipo de cultura. El mundo se merce una libertad que los EE.UU. no están dispuestos a conceder.
Yankee, go home.