Durante los últimos años, la “enriquecida” sociedad española ha contemplado con satisfecho deleite cómo miles de inmigrantes acudían a nuestro país atraídos por las “oportunidades” que la población autóctona les ofrecía para trabajar sin papeles en tajos que gozaban del desprecio general y a precios de semiesclavitud. Éste, y no otro, fue el verdadero efecto llamada.
Nuestros campos se llenaron de jornaleros magrebíes, peruanos o rumanos mientras nuestros peones agrarios cambiaban la hoz por el palustre, más rentable para poder atender las exigencias de las desmesuradas hipotecas generadas por su propio trabajo o las cuotas de coches excesivos generadas por la estupidez consumista. Las casas de nuestros ancianos se llenaron de asistentas chilenas, bolivianas o ecuatorianas mientras los familiares de los necesitados afilaban las calculadoras para que los sueldos no subieran muy por encima de la propina. Los puticlubs del país se llenaron de rusas, colombianas o eslovenas con la ilusión juvenil esclavizada por la mafia amorosa para satisfacer el placer de quienes disponían de dinero para pagar una noche de amor y olvido. Los semáforos se adornaron con la molesta presencia de quienes no eran aptos para otra cosa que ofrecer un paquete de pañuelos para sonar los mocos de los conductores a cambio de una limosna. Todos ellos sin papeles y con las mismas necesidades, o más, que el espécimen hispano.
Este paisaje de desesperación y lucha, ignoradas por ser ajenas, sirvió para que los españoles nos hiciésemos, por contraste, la ilusión de que éramos más ricos de lo que pensábamos. Nadie se preocupó de estos trabajadores venidos de fuera nada más que para señalarlos con el dedo cada vez que se cometía algún delito o alguno de ellos tenía la osadía de trabajar legalmente ocupando algún puesto que los nacionales considerábamos patrimonio exclusivo de los bien nacidos españoles.
Los hemos usado y hemos abusado de ellos mientras la miseria era inmigrante. Ahora que la miseria nos ha igualado, pretendemos seguir siendo superiores a ellos y, como esto es ya casi imposible, buscamos su expulsión de nuestra vista para no ver en ellos el destino que nos aguarda. Ahora somos los españoles los pobres, los miserables, que trabajamos por una propina y casi que ni tenemos papeles.
En un país que se autoproclama cristiano, llama la atención la frialdad con la que hemos puesto a la explotación el disfraz de caridad y la irreverencia con la que este pecado ha sido pasado por alto tanto por los propios pecadores como por los confesores en todas las iglesias cristianas del país. El colmo de este agnosticismo sobrevenido lo tenemos en un gobierno cuyo partido incluye el cristianismo entre sus principios estatutarios y cuya secretaria general no duda en ponerse la mantilla para presidir las procesiones de su pueblo, rodeada de obispos y monaguillos, ante el mismísimo copón bendito (disculpen la expresión, pero es que clama al cielo).
Este gobierno cristiano no duda en renegar de su Cristo, que sanaba enfermos, para situarse en el lado contrario y castigar con la enfermedad a quienes no tienen dinero para merecer la salud. Precisamente, hace acreedores a la enfermedad a los más desprotegidos, a quienes no disponen de dinero ni papeles, aunque están dispuestos a pasar por alto los papeles si se tienen 710 euros al año para curarse un resfriado.
Y todavía hay que agradecerle que no haya hecho extensiva la desprotección sanitaria a quienes tengan el ADN manchado por un gen gitano, a quienes no les hayan votado o a quienes no sean altos, rubios y con los ojos azules.
La incógnita de porqué en España no hay representantes institucionales de partidos de ultraderecha parece despejarse al ver muchas de las actuaciones de este gobierno que pierde los papeles día a día.
El gobierno, sin papeles; y el país, sin esperanza de que esto mejore.¿A dónde vamos a ir a parar? ¿Llegaremos a Grecia o nos vamos a quedar junto a Portugal?
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