Hace tiempo que la funcionalidad de la construcción dejó de apuntar al confort como objetivo y al individuo como protagonista de la habitabilidad de los edificios. Los modernos edificios, como la vida en general, son productos de consumo enfocados a decorar nuestra existencia más que a aliviarla. Ya no se mira el grosor de los muros, la distribución racional de los aposentos o las instalaciones de agua y luz; ahora se valora el color del mármol, el equipamiento minimalista de la cocina y el diseño de los apliques del retrete.
Las casas de gruesos muros y recias tuberías no están de moda. Nadie quiere vivir en una casa cuyos balcones carecen de cristal y aluminio por mucho que sean amplios, den luminosidad cegadora al salón o el dormitorio y estén orientados al sur. No molan. Molan las paredes de pladur, falsos revoques y enfoscado de urgencia pop-art, las puertas y marcos de catálogo con nula funcionalidad térmica y acústica, la grifería colorida pero goteante, y la cocina electrónica para comida rápida y poco nutritiva.
Los hogares de la modernidad han cedido el protagonismo a la apariencia y tienen como objetivo el negocio inmobiliario. No son hogares para vivir, sino lugares de tránsito destinados a liberarnos de la carga de nuestros salarios desde el momento mismo de la firma de la hipoteca. Estos hogares hace años que complementan sus deficiencias con ajuares también deficientes en los que invertimos el poco dinero que el banco nos deja para disfrutarlos. Las instalaciones, los electrodomésticos, el mobiliario y hasta los detalles meramente decorativos padecen de las mismas deficiencias estructurales que los edificios. Obsolescencia programada, cultura de usar y tirar y precios instigadores del consumo se encargan de que nuestro confort pase por hacernos clientes preferentes en los grandes almacenes.
El déficit térmico de los muros se suple con aparatos que duran uno o dos años como mucho y que compramos a pares porque sale más barato y tenemos asumido que quizás necesitemos dos por temporada. Las neveras o los hornos cumplen su misión bajo la presión que la caducidad de la garantía imprime a su uso ante el temor de que perezcan antes que algunos congelados. Los enchufes y lámparas tienen autonomía propia para fundir bombillas o asesinar la depiladora en el dramático instante en que desfila por el vello púbico. Las tuberías amenazan el subsuelo cotidiano con infartos y derrames que precisen la asistencia sanitaria privada de un fontanero porque las compañías de seguros siempre se las ingenian para eludir sus responsabilidades. El confort se muestra así como el cómplice necesario para el asesinato perfecto de los ahorros.
Además de lo expuesto, los hogares sufren los efectos de las sanguijuelas y garrapatas que llevan asociadas: luz, agua, gas, IBI, IVA y derivados menores que desangran el poco fluido adquisitivo que corre por nuestras venas.
A pesar de que el derecho a la vivienda se ha convertido en una suerte de cadena perpetua para la mayoría de las personas, todavía hay quien dice que vivimos por encima de nuestras posibilidades.
Vivir para ver.
Vivir para pagar.