Wert. Quédense con este apellido.
Jamás, en la siniestra galería del ministerio de educación, hubo un personaje comparable a Wert y dudo que sus hazañas puedan ser olvidadas por muchas generaciones. Como Atila, será recordado por lo que arrasó, más que por sus aportaciones. En pocos meses se ha hecho acreedor a un capítulo, para él solo, en la Historia universal de la infamia de Jorge Luis Borges. Tal vez no le suene el libro ni le suene el autor. Para él, la educación y la cultura son productos que pueden perjudicar seriamente la salud de quienes los consumen.
Wert. Ojo al personaje.
Desde su llegada al ministerio, ha dejado claro que quien manda es él y que su destructiva actuación está en las antípodas de la de una persona beneficiada por algún tipo de estudios. ¿Recuerdan su estreno? Wert apretó el gatillo contra la Educación para la ciudadanía, como un sheriff justiciero, pensando en la recompensa antes que en la justicia. Utilizó pruebas para demostrar la maldad de la asignatura que sirvieron para probar la espiral de mentiras y manipulación en que él y su gobierno entraron el 21N. Los contenidos perversos que fundamentaron su acusación, y su estreno como ejecutor, resultaron no pertenecer a ningún manual de los que se utilizaban en las aulas. El reo, la Educación para la ciudadanía, cumplió la pena de muerte por él sentenciada sin juicio ni defensa. Actuó como un cazarecompensas.
La anécdota de Educación para la ciudadanía, asignatura muy discutible y debatible -como la de religión- en el entorno de la educación pública, es todo un síntoma de la capacidad destructiva de Wert. Visto su primer disparo certero, no nos extrañan los que han venido después, y menos si se tiene en cuenta la banda de forajidos que le cubren las espaldas y se suman a la “fiesta del gatillo fácil” en que han convertido los Consejos de Ministros últimamente, con los derechos civiles luciendo penachos de plumas y pinturas de guerra como indios salvajes a los que hay que exterminar.
La misión de Wert en el séptimo de caballería que amenaza con rescatarnos no es otra que la de sumir en la oscuridad al enemigo y dejarlo indefenso, inculto, a merced de los dioses y los milagros administrados por la iglesia católica. Y lo está consiguiendo, al abrigo del pánico y el terror que las balas de la pobreza y la indefensión producen en el pueblo, con la crisis como escusa y la esperanza de sobrevivir como argumento.
¿Qué más da si la gente estudia o no? ¿De qué sirve la educación si no produce pingües beneficios privados? ¿Para qué aprender si no hay trabajo? ¿Para qué ser libres si la soga alrededor del cuello no ahorca?
Wert y su gente son conscientes de que el oro de la mina está ahí y pertenece sólo y exclusivamente a sus patrones. Él es meramente uno de los pistoleros a tiempo parcial que cuidan de que nadie se aproveche de una sola pepita si no pertenece al clan popular o a la banda socialista, cuyos elegantes hijos pueden disfrutar cómodamente de los planes de estudio de cualquier universidad, extranjera y privada a ser posible, donde les enseñarán lo suficiente para mantener y aumentar el negocio de sus mayores.
Volvemos a los tiempos del estudio clandestino, volverán los libros prohibidos, han vuelto los adoctrinadores y se ha marchado, por el sumidero del consumo, el espíritu crítico y reivindicativo que desde el Renacimiento perfumó a los estudiantes universitarios.
Wert, con las cartucheras sobre sus muslos, el rifle en una mano, la biblia en la otra y la estrella clavada en su cartera es el amo del condado que nos reta a todos a diario.
Quien quiera conocer algo más de por dónde van los tiros, no tiene más que recurrir a lo que escriben desde el extranjero sobre Wert y sus gatillazos.
Y a mí que este artículo me recuerda, salvando las distancias ideológicas que existan, a Pérez Reverte fustigando contrarios con la misma habilidad que los personajes de sus novelas manejan el sable o el florete.
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