La irrupción de las nuevas tecnologías en nuestras vidas ha supuesto una revolución en casi todos los ámbitos en que nos desenvolvemos, desde el laboral hasta el más estrictamente personal, modificando los hábitos de la población de manera notable.
Hasta hace poco, para acceder a cualquier puesto de trabajo no tecnificado, bastaba con demostrar unos conocimientos y unas destrezas relacionados directamente con las tareas a desarrollar. Para un puesto de dependiente bastaba con poseer aptitudes para las relaciones públicas y conocimientos sobre el producto o servicio ofertado al público por la empresa contratante; hoy hay que desenvolverse con soltura entre códigos de barras, terminales de punto de venta y teclados que habilitan el cobro en efectivo o con tarjeta. Ayer, el camarero que nos servía las cervezas o los refrescos, cambiaba las consumiciones por dinero desde el bolsillo del delantal o después de acercarse a la caja para dejar el billete con que pagamos y coger el cambio para la vuelta; hoy, toma nota de los pedidos en una PDA y nos acerca un terminal bancario a la mesa para que marquemos el PIN de nuestra tarjeta.
Son ejemplos cotidianos de la presencia omnipresente de la tecnología en nuestras vidas.
En el ámbito económico, la tecnología tiene una influencia determinante sobre el consumo, no sólo por las posibilidades de comprar sin salir de casa -desde el ordenador, el teléfono móvil o, incluso, desde el mando de nuestro televisor-, sino por el racionamiento que los fabricantes hacen de nuestra cuenta corriente fabricando productos a los que la tecnología permite dotar de eso que se llama Obsolescencia Programada. Ha arraigado en nuestras vidas la idea de que el coche nos cuesta un pastón cada vez que le falla el ordenador de a bordo, o que el microondas hay que renovarlo cada cinco o seis años porque su reparación tiene un coste similar al de la compra de uno nuevo, o que las bombillas de bajo consumo también se funden y reemplazarlas es muchísimo más caro que tener una de las tradicionales (que ya no se fabrican) encendida todo el día, o que hay que cambiar la lavadora porque le ha fallado el programador con un coste de reemplazo que ronda la mitad del precio de una nueva.
Son ejemplos del abuso a que nos someten los camellos del consumo cotidiano valiéndose de la tecnología.
Si pasamos al ámbito de los servicios, llama la atención ver cómo los bancos han reducido personal de atención al público en base a la endemoniada proliferación de tarjetas y cajeros automáticos que les permiten utilizar a sus clientes como administrativos que realizan las operaciones para mover dinero que antes realizaban sus empleados (y nos cobran comisiones por ello). Llama la atención que la deslocalización de empresas de todo tipo haya barrido innumerables puestos de trabajo cercanos al cliente sustituyéndolos por satánicos contestadores automáticos que nos desesperan pidiendo que marquemos una tecla de nuestro móvil para cada pregunta que nos formulan con voz sudamericana, sin llegar a resolver nuestros problemas en la mayoría de los casos. Llama la atención ver cómo nos sacan los cuartos por aparcar en la vía pública tras obtener un tique de una máquina que trasvasa el dinero de nuestros bolsillos a los de una empresa privada que deja una limosna al ayuntamiento que le presta nuestras calles para ejercer su negocio.
Son ejemplos de cómo la tecnología sirve a los intereses de atracadores cibernéticos.
Pero pasemos al ámbito privado.
Hasta hace años, el teléfono era un instrumento imprescindible para la comunicación entre las personas; hoy se ha convertido en un instrumento de incomunicación, como se puede comprobar a diario en cualquier bar, en cualquier hogar, en cualquier lugar: personas sentadas en la misma mesa se ignoran recíprocamente mientras teclean vertiginosamente en sus respectivos móviles. Otras personas se aíslan en las habitaciones de sus hogares, sentadas ante un ordenador, para chatear con otras personas -posiblemente con algún vecino o familiar cercanos en el espacio- renunciando al calor del contacto directo, al perfume de otros cuerpos, al contagio de la risa espontánea o a la improvisación de la casualidad. Muchas personas, sobre todo las pertenecientes a la generación digital, sufren hoy de síndromes relacionados con el uso y el abuso de las nuevas tecnologías: ansiedad por haber olvidado el móvil, mono por llevar casi un día sin acceder a las redes sociales, problemas laborales por consultar el correo, el tuenti o el feisbu en horas de trabajo, adicción ludópata a páginas y aplicaciones de juegos, etc. etc.
Son algunos síntomas de una sociedad que empieza a enfermar cortocircuitada.