Liturgia Mariana y minera

Mientras el silencio informativo de los medios públicos y privados cubre las protestas de los mineros españoles, el gobierno ha llevado a su presidente al púlpito para anunciar que el rescate de España impone a su pueblo la dura penitencia que su ideología neoliberal lleva décadas reclamando.

Mariano es feliz. Su boca babea de placer mezclando la baba con cada una de las medidas que anuncia. Se siente dichoso porque sabe que pasará a la historia como el presidente que hizo lo que tenía que hacer para que la riqueza volviese a ocupar su lugar natural en bolsillos que se cuentan con los dedos de una mano, para que el trabajo volviera a esclavizar a las personas, para que la vivienda, la salud o la educación volvieran a ser dádivas generosas al alcance de muy pocos, para que su dios volviese a compartir mesa terrenal con la casta elegida, para que el dinero y la fe volvieran a ser el epicentro de la vida terrenal.

Sus apóstoles mediáticos han hecho el trabajo sucio intentando que el pueblo castigado y temeroso acepte con resignación el castigo merecido al pecaminoso deseo de dignidad por el que se hizo acreedor a disfrutar de una sanidad, de una educación y de unos derechos laborales que no son compatibles con la doctrina neoliberal. Lo han conseguido. El pueblo, sumiso y doblegado, acepta todos y cada uno de los recortes con resignación, sin levantar la voz, entonando un mea culpa inducido y repitiendo la oración que los sacerdotes le han enseñado: “Perdóname, señor, por haber vivido por encima de mis posibilidades”.

Todo en orden, como dios manda. Vuelven a existir los pobres para que los ricos puedan ejercer la cristiana caridad con ellos; desaparecen los derechos para que el empresario vuelva a percibir el sometimiento y la gratitud de quienes producen su riqueza personal; el riesgo de muerte por enfermedad devuelve a la beneficiencia su papel hegemónico en los asuntos de salud; la cultura y el saber son de nuevo espacios reservados a la élite que compartirá lo justo y necesario para que la sociedad no recaiga en el pecado de pensar por sí misma; la vejez es otra vez esa transición dolorosa desde el valle de lágrimas hacia el más allá; los templos han recuperado su clientela de mercaderes con sus becerros de oro. Todo en orden, como dios manda.

Las trompetas del juicio final, sopladas al unísono por todos y cada unos de los militantes del Partido Popular, han anunciado el cierre del paraíso. Las lenguas de fuego lanzadas por el gobierno sobre los españoles son recibidas como un merecido castigo divino bajo la atenta mirada de un ejército de ángeles armados de porras, bolas de goma y gases lacrimógenos, como si fueran necesarios para que las lágrimas fluyan de los ojos. “¡Arrepentíos!” -clama Mariano- “¡Los mercados lo exigen!”. Están que no caben en sí de gozo nuestros gobernantes. El obispo de economía ha realizado, por fin, su sueño llenando el cepillo de la banca con las limosnas involuntarias de un pueblo empobrecido; el obispo de hacienda reparte bulas a diestro y siniestro para aquellos fieles que no han tenido más remedio que defraudar millonariamente y eleva la penitencia a todos los pobres para que paguen el pecado cometido por unos pocos; la prelada de sanidad muestra su satisfacción por extender las epidemias y la enfermedad a un pueblo cuya salud ofende a su dios, el único capacitado para sanar enfermos; el diácono de educación disfruta quitando al pueblo la posibilidad del libre albedrío y proclama la ignorancia como el único camino para la salvación.

Ante este panorama, una muchedumbre de agnósticos, no creyentes y ateos, reniegan pacíficamente de unos gobernantes podridos y de una doctrina perniciosa. Los sumos sacerdotes la satanizan y la combaten con armas inquisitoriales haciendo ver al resto de la sociedad que la violencia de una pancarta se castiga con la cárcel y el pecado de la protesta se castiga con multas y flagelación pública. Está prohibido protestar, está prohibido cuestionar, está prohibido pensar.

Hoy, mientras el pontífice Rajoy endurece las penitencias en el templo del congreso, el país se solidariza con un grupo de pecadores, salidos de las catacumbas mineras de toda España, que no se resignan a ser crucificados por pecados que no han cometido. Estos mineros agnósticos deberían ser un ejemplo para el resto de un país que tiene el deber de expulsar del templo a los mercaderes dinamitando el becerro de oro al que nos obligan a adorar y obedecer.