No es cierto que en este país no se invierta en I+D+i.
Cuando José María Aznar decidió que su compañero de pupitre en el colegio, Juan Villalonga, era la persona idónea para privatizar Telefónica, decidió que los españoles debían pagar a particulares lo que antes pagaban a las arcas públicas. Era y es su modelo económico. Era y es el modelo que asegura un futuro para los suyos que niega al resto de la sociedad.
Cuando José María Aznar privatizó telefónica, lo hizo mediante adjudicación directa, en lugar de hacerlo mediante subasta, lo que habría supuesto cientos de miles de millones de pesetas más para las arcas del estado. No le tembló el pulso para obsequiar a su amigo con el patrimonio estatal. Argumentó en su momento que el motivo de adjudicar, en lugar de subastar, beneficiaba a la sociedad porque la menor inversión por parte de su compañero se traduciría en un abaratamiento de las tarifas y la libre competencia las bajaría aún más.
Desde entonces, los españoles hemos disfrutado de las tarifas más altas de Europa, del servicio con menor calidad y de la competencia pagando astronómicos peajes por utilizar las infraestructuras, antes españolas, que monopoliza telefónica. Aznar consiguió y consintió que su amigo se hiciese rico de la noche a la mañana y que el resto de ciudadanos fuésemos un poco más pobres por haber perdido patrimonio y por pagar más caro el mismo servicio que prestaba la empresa estatal.
Han pasado los años, los españoles hemos huido poco a poco del monopolio de Telefónica y la guerra de la competencia ha derivado en ofertas de tarifas planas, previamente pactadas por todos los operadores, que nos cobran lo que no gastábamos por hablar “gratis”. Hemos picado como besugos: pensando que estas tarifas planas para hablar “gratis” son la panacea, nos hemos lanzado a hablar todo lo que queremos, lo que supone el pago adicional de las llamadas que exceden la tarifa contratada.
Pero, el departamento de I+D+i de Telefónica, alertado por el estancamiento de las facturas que pagamos, se puso a cavilar y encontró un remedio para la sangría: los números 902.
Estos números quedan fuera de todo tipo de tarifas planas, obligando al llamante a pagar por utilizarlos. Comenzaron a venderlos a grupos empresariales que camuflan así su localización y les funcionó el invento. Luego los vendieron a empresas modestas que los compraron para aparentar ser alguien en el mercado. Pero el gran chollo fue venderlos a todo tipo de administraciones públicas que nos obligan, así, a pagar por llamar al ambulatorio para saber si hay consulta, por ejemplo. Raro es, en el siglo de las tecnologías, encontrar una ventanilla de atención al ciudadano que sea gratuita, como también es raro que te atiendan en codiciones.
La innovación de los 902 también suele incluir un centro de llamadas (call center en moderno) desde el que te atienden explotadas voces sudamericanas o, peor, una voz robotizada que juega contigo al “si quiere… pulse 1, si… pulse 2, si…”. Con mucha paciencia, y al dictado de la experiencia, se aconseja tener a mano el paquete de tabaco o preparar previamente una infusión relajante. El colmo de la ironía es cuando te piden, al final de la conversación, que contestes a una encuesta sobre la calidad del servicio utilizando también el teclado para responder.
Las instituciones públicas que viven de los impuestos que pagamos todos, deberían evitar timarnos con timos de este tipo.