Como pueblo novato en estas lides, España tuvo un arrebato demócrata a la muerte del dictador, quizás pensando que, por fin, su voz se iba a escuchar e iba a ser tenida en cuenta. Fueron las primeras convocatorias electorales verdaderas romerías de participación que finalizaban introduciendo en las urnas las papeletas de voto junto a la ilusión, los deseos, las filias, las fobias y hasta notas manuscritas con el deseo implícito de ser leídas.
Hasta que llegaron el Referendum sobre la Autonomía de Andalucía (1980) y el Referndum sobre la OTAN (1986). Ambos casos constituyen un ejemplo claro del curso rápido y eficaz de manipulación popular que los políticos de este país se apresuraron a realizar. No fue difícil encontrar excelentes expertos en la materia, en la vieja Europa o en los Estados Unidos, que se prestaron «generosa y gratuitamente» a impartirlos a un alumnado aventajado formado por D. Adolfo Suárez, D. Felipe González o D. Manuel Fraga, a éste último le sirvió para convalidar su curriculum fraguado durante la dictadura. En ese momento, el pueblo español comprendió que no siempre sus deseos conectaban con los deseos de sus ídolos demócratas y que, tal vez, como pueblo ignorante podía estar equivocado.
Eran tiempos en que muchos votantes pedían al presidente de la mesa electoral un certificado de voto «por si las moscas».
De tan aprovechados cursos bebieron los aparatos de todas las formaciones políticas tras comprender que lo único que garantizaba la permanencia en el poder o en la oposición era la obediencia a quien patrocinaba y sufragaba las respectivas campañas electorales. El voto popular se fue diluyendo en las urnas como el azúcar en el café y los programas comenzaron a centrarse más en las necesidades de quienes pagaban las campañas que en las necesidades de quienes entregaban su voto.
Nació así en España el marketing político y los verdaderos poderes (banca, prensa, iglesia, etc.) comenzaron a desplegar campañas publicitarias encaminadas a convencer al pueblo de que el voto era imprescindible y fundamental para que funcionara algo llamado democracia. En ese trance, el pueblo fue obsequiado con abundante merchandising electoral partidista y con tremendos anuncios publicitarios donde los subliminar lograba tapar lo evidente.
Ya como expertos en la materia, PP, PSOE y los poderes fácticos pulieron las aristas cortantes y peligrosas de la pluralidad política, consiguiendo reducir la rica variedad cromática del parlamento en los primeros tiempos de la democracia a un triste “blanco o negro” algo salpicado por manchas nacionalistas y alguna que otra mancha rebelde difícil de sacar. Pero se conformaron con ello y dieron lugar a ese bipartidismo del que disfrutamos hoy, mucho más fácil de manejar y que garantiza una alternancia en el poder y el consiguiente despliegue de ambas militancias por esa carcoma social que son las asesorías y cargos de confianza.
El comportamiento democrático de ambas formaciones ha sido muy similar (y lo sigue siendo), limitándose a carcomer el maderamen público por esquinas y superficies al dictado del verdadero poder, con la única preocupación de morder cuidándose muy mucho de que la mordida parezca natural y los bocados diferentes entre sí. Ahora se encuentran con el imprevisto provocado por la aparición de la gran termita y no estaban preparados para ello. Acostumbrados a obedecer voces de mando internas (muchas de ellas procedentes de sus propios aparatos partidistas), se hallan desorientados ante voces de mando externas mucho más potentes que las internas y que, además, muerden por sí mismas.
Es normal que Rajoy no tenga ni idea y calle ante esas embestidas neoliberales (a pesar de que la gran termita pertenece a su misma familia ideológica). También es normal (es su ADN ideológico) que carcoma toda la parte del edificio no destinada a hacer caja por parte de los suyos. Y es normal que Zapatero nos distrajese con fruslerías mientras aumentaba el comercio de la guerra o callaba ante los privilegios de esas castas sociales que se consideran intocables (el PSOE hace mucho tiempo que ha mutado a la familia de las carcomas, aunque aún no llega a ser de la especie de las termitas).
Ante el panorama que tenemos y la deriva política de este país, repito la pregunta: ¿existe la democracia?
Dicho de otra manera: ¡Ay! Democracia, del gran Javier Krahe.